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Historia del Primer Anarquista
La noche era negra, el viento azotaba furiosamente las puertas y ventanas de los soberbios palacios, las nubes vomitaban agua las explosiones del cielo en tempestad, alumbraban mi camino, las últimas tabernas cerraban su hediondas bocas, y los pordioseros buscaban un refugio seguro contra las inclemencias de la noche. Anheloso de llegar á mi casa apuraba el paso, cuando de un obscuro callejón salio un hombre á mi encuentro,—Salud camarada—dijo acercándose á mi. Salud, le respondí, un tanto inquieto por este inesperado encuentro. Dos explosiones del cielo alumbraron detalladamente al personaje, era éste alto robusto, manos ásperas endurecidas por lo callos su mirada inquieta, de sus pupilas irradiaba un fuego extraño, su rostro un tanto ennegrecido y en su cabeza huérfana de las caricias del peine ostentaba una grasienta gorra su blusa hecha jirones, dejaba un tanto descubiertas sus espaldas. Es un apóstol del trabajo, me dije al estrechar su mano, ¿Quién eres tú? interrogué á mi aparecido. —Pronto lo sabrás— me respondió: —Soy un viejo compañero, de quien tu has oído hablar mucho, que desea narrarte su historia para que la relates á los hombres, por los que me he sacrificado— Te escucharé.
Pues bien, dijo el hombre con voz firme y sonora. —Todos hermanos iguales en el cielo, todos vivíamos felices, sin superiores ni inferiores, ni ricos ni pobres, ni esclavos ni esclavizadores. Los ejércitos celestiales no existían, ni el general Jehová, Dios de los ejércitos, ni arcángeles, Rafaeles y Migueles con espadas exterminadoras, eso del militarismo sucedió después de mi expulsión. Allí no se conocía la desigualdad, todos trabajábamos á medida de nuestras fuerzas, produciendo lo que debiéramos de disfrutar, desconociendo por completó las palabras: hambre, huérfano, rico, pobre, autoridad, religión ni capital.
Un día supe que uno de nuestros compañeros que hacía algún tiempo estaba enfermo de la tuberculosis venia propagando entre nuestros camaradas la holgazanería, vicios, irrespetos, desigualdades, en fin, todo el mal que á este monstruo se le ocurrió. Viendo yo que tal propaganda era nociva para la felicidad común, llamé la atención de mis compañeros sobre el particular, y ellos se hecharon á reír, demostrándome que ese hombre era un loco y que su propaganda no tendría ningún resultado. Pasaron los anos y en este transcurso fui observando, que el tal hombre se había vuelto un holgazán, que no sólo consumía los frutos que nosotros producíamos, sino que también defendía acaloradamente la pereza, que rápida se propagó entre sus oyentes que más tarde formaron un partido de parásitos, que consumían nuestras cosechas. Los compañeros que sé oponían á tanta depredación, eran vilipendiados ó muertos.
Un día resolví poner fin á tanta tolerancia de parte nuestra, y tanto abuso de ellos, hice un esfuerzo en unión de mis camaradas, y enérgico protesté contra el pillaje de los zánganos, que unidos, fuertes y robustos á nuestras expensas, resistieron nuestro empuje. Nosotros luchamos en nombre de la fuerza del derecho, y ellos en nombre de su fuerza bruta. Aquello fué espantoso, el gran holgazán tomó de pronto el título de Dios de los ejércitos, poniéndose al frente de sus araganes, que progresaban en numero de una manera asombrosa, mientras nosotros estábamos divididos en opiniones, de cómo daríamos fin á la infame explotación, ellos se unían fuertemente.
Un día en que estábamos, descuidados, trabajando en el campo, fuimos sorprendidos por asalto inesperado, Débiles, y nuestras fuerzas casi agotadas no pudimos resistir su empuje. A pesar de todo, la lucha se entabló. ¡A bajo los títulos! ¡Viva la igualdad! gritábamos. ¡Muera la superioridad! ¡Muera la autoridad! y ellos gritaban: viva Dios de los ejércitos, viva la desigualdad, vivan los títulos, viva la patría, viva la ley, la religión, vivan los derechos de nuestra sociedad, que sin producir, consume los frutos de los que producen.
Esos gritos savajes, atentorios contra nuestros derechos de hombres libros, me llenaron de infinito, coraje, y, ciego de rabia, me lancé al trono que había levantado de improviso el gran holgazán, para darse aires de superioridad. Lo agarré por los cabellos, y lo tiré rabiosamente contra el suelo, intentando extrangularlo entre mis manos. No había el viejo acabado de caer, cuando oí que se escapaban de su garganta gritos como éstos:. Soldados, empuñad las armas y venid á [de]fender á vuestro Rey y Dios. Una falange de compañeros nuestros, engañados por el gran holgazán, hizo fuerza contra mi. Fué tal mí sorpresa, que el bandido se escapó de mis manos y fué á esconderse detrás de una nube negra donde me era imposible atacarlo. Y el seguía arengando á sus soldados, gritándoles; defended los santos derechos de la holgazanería, corrupción, desigualdad y monopolio del placer. Yo inútilmente protestaba. Entonces él gran holgazán llamó al más libertino perezoso, y le dijo. El título que te doy es el más noble. Tú serás mí sacerdote que vengarás en Luzbel y sus secuaces el insulto hecho á mi, que soy tu Dios. Desciende á la tierra y persigue á Luzbel sin tregua ni descanso. Y dirigiéndose á mí, me dijo: tu descenderás sobre la tierra donde vivirás agonizando de hambre crápula y miseria, tu brazo no podrá descansar un momento, porque mi sacerdote te obligará á producir, día y noche. El formará una casta que se llamará en adelante, la casta de los poderosos. Tres serán tus enemigos por toda la eternidad, el cura, el rico y el gobierno. Para ellos fabricarás grandes palacios, y tu habitarás las infectas chozas: tendrás el don de la inmortalidad; serás humillado con el título de trabajador; mis tres delegados te obligarán á fabricar cárceles, cadenas y mil suplicios para que te torturen con ellos. Arrancarás el oro y piedras preciosas de las entrañas de la tierra, y tú no podrás disfrutar de nada. Harás producir los campos hermosísimas cosechas, y llenarás con sus frutos los graneros de mis delegados, y tú agonizarás de hambre. Fabricarás telas finísimas para abrigar el cuerpo de mis delegados, mientras que tu cuerpo desnudo será torturado por el frío. Construirás automóviles, aeroplanos y ferrocarriles, y tú andarás por los caminos, desgarrándote los pies. El aire no te pertenecerá porque será monopolizado para los grandes palacios y jardines, sólo te concederán mis delegados el ambiente nauseabundo de tu choza, sólo ellos gozarán de las primicias del amor y placeres infinitos, mientras ellos danzarán á los acordes armoniosos de la orquesta. Tú escucharás los lamentos agonizantes de tus hambrientos hijos. Arrebatarás al rayo sus fulgores para poblar de luz, las plazas, calles, y palacios, y tú andarás á tientas en las negras sombras de tu. choza, donde sentirás la prolongada y lenta agonía de tus hijos, que sucumbirán de hambre y de dolor, sin que tu lo puedas remediar: Surtirás de agua cristalina las ciudades, y tu beberás mortíferos alcoholes, conque fomentarás el vicio, origen de crímenes y enfermedades.
Fabricarás monedas de oro, conque mis delegados fomentarán la prostitución de las conciencias. Mi sacerdote, hará del dolor humano un motivo de explotación, donde haya una madre llorosa y desesperada por la muerte de su hijo. Estará él, sonriente, ante el brillar de las monedas de oro que la infeliz le ofrezca, por darle sepultura. La tierra será patrimonio de ellos, y no vuestra, con los despojos de tus descendientes, mis delegados abonarán los campos, en las guerras fraticidas. Todo el que no trabaje lo premiaré haciéndole disfrutar del producto de los que trabajan. Te será dado fabricar grandes templos adornándolos de ídolos de palo, yeso y otros metales, vistiéndolos de riquísimas telas y joyas valiosísimas, mientras que tú y los tuyos sufrirán las mordeduras heladas del invierno. Te será dado ver abundancia y comodidades en todas partes, menos en tu choza. Mis tres delegados esparcirán la ignorancia entre las turbas productoras, á tal extremo, que ellos defenderán á mis representantes, y de rodillas besarán el sagrado látigo conque azotarán sus espaldas, é implorarán fervientes la esclavitud de mí yugo celestial. No podréis pensar libremente, porque implantaré el santo tribunal de la confesión, donde mi sacerdote arrancará hasta el último secreto de tu hogar. El dolor será tu compañero.
Fueron tan espantosos los efectos que produjeron en mi tales palabras de infinita maldad, que caí sin sentido sobre la nube que me sostiene, esto dio lugar á que los zánganos se aprovecharan de ese incidente, desquiciando la nube, cayendo yo y mis compañeros á la tierra.
Cuando volví en siví, con sorpresa mía, que del pié dé un leño en cruz salía una como irrupción de reptiles tonsurados, que se dijeron ser los sacerdotes, y á medida que se arrastraban, iban dejando tras de si, una generación de larbas repugnantes que se decía ser representantes de la autoridad; y dejaban uña secreción dorada que lo infestaba todo, á esta secreción la llamaron capital, y algunos de mis más ignorantes compañeros se apoderaron de ella, y se corrompieron.
Un fenómeno horrible tuvo lugar en aquel instante, las larbas crecieron rápidamente, y enlazándose á los reptiles, hicieron de la secreción dorada un nido ayudado á fabricar por mis, compañeros corrompidos con el contacto de esa maldita secreción, y todos se fusionaron en el nido, y de aquel salió un engendro que me horroriza recordarlo. Una enorme hidra de mil cabezas, vi que salía del nido con intención de abalanzarse á mi, y en cada una de estas cabezas se leía un nombre como estos: ignorancia, hambre, prostitución, miseria, desigualdad, rapiña, religión, patria, leyes, militarismo, monopolio del amor, vicio, explotación y muchos nombres más que no pude acabarlos de leer, porque mis oíos rojos de furia se cerraron, y airado me lancé contra la hidra maldita, gritando á mis compañeros,—¡Adelante! Vuelvo la cabeza sintiendo que mí grito se perdía en el vació, y advirtiendo que nadie me seguía, busqué la causa que les impedía prestarme ayuda, y,” ¿qué vi? con grande horror hoy lo recuerdo; la hidra se agitaba, la cabeza de la ignorancia se había enroscado al cuello de la multitud, y con s inmunda baba le vendaba los ojos. La cabeza del miedo cerval casi le paralizaba el corazón.
¿Estaba perdida mí causa? ¡No! No lo estaba, haciendo un esfuerzo supremo, y reuniendo en mí las energías del hambre, consciente de la causa que defiendo, me lancé contra la hidra, y luché, logrando escapar de la corrupción del nido dorado, y de las mordeduras del monstruo, contra el que sigo luchando. Ya he logrado redimir á muchos de mis compañeros, pronto acabaré de coronar mi obra; tengo parte del cielo destruido, el zángano Díos huye en derrota. La hidra pierde cada día su vigor, el nido dorado palidece, y sus moradores son acometidos por los mordiscos del miedo. Y no descansaré hasta que implante en este mundo la libertad, el amor y la igualdad. ¡Soy el primer anarquista!
Estupefacto quedé ante la relación que me hizo el invencible luchador, y abriendo mis brazos lo estreché fuertemente, diciéndole: ¡Oh! Luzbel, soy tu discípulo, Y esta declaración nos hizo inseparables, con él ¡ando!
J. F. MONCALEANO.
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The Story of the First Anarchist
The night was black. The wind whipped furiously at the doors and windows of the magnificent palaces. The clouds vomited water and the explosions of the storm-filled sky lit my way. The last taverns closed their stinking mouths, and the beggars looked for a safe refuge against the inclemencies of the night. I was hurrying, longing to get to my house, when from a dark alley a man came to meet me. “Cheers, comrade,” he said, approaching me. “Cheers,” I replied, somewhat uneasy about this unexpected encounter. Two flashes in the sky illuminated the character in detail. He was tall and robust, with rough hands hardened by calluses. His gaze was restless and his eyes radiated a strange fire. His face was a bit blackened and on his head, bereft of the caresses of the comb, was a greasy cap. He wore a tattered shirt, leaving his back somewhat exposed. “He is an apostle of work,” I told myself as I shook his hand. “Who are you?” I asked my apparition. “You will soon know,” he replied. “I am an old compañero, of whom you have heard much, who wants to tell you his story so that you can relate it to men, for whom I have sacrificed myself.”—”I am listening…”
“Well, then,” said the man, in a firm, sonorous voice. —”We were all equal, brothers in heaven, all living happily, without superiors or inferiors, rich or poor, slaves or slavers. The celestial armies did not exist, nor the general Jehovah, God of armies, nor the exterminating archangels, the Raphaels and Michaels with their swords. That militarism has arisen since my expulsion. In those days we knew no inequality and we all worked according to our strengths, producing that we might enjoy, completely ignorant of the words hunger, orphan, rich, poor, authority, religion or capital..
One day I learned that one of our company, who had been sick for some time with tuberculosis, had been spreading among our comrades laziness, vices, disrespect, inequalities—every evil, in short, that occurred to this monster. Seeing that such propaganda was harmful to the common happiness, I called the subject to the attention of my companions, who burst out laughing, demonstrating that this man was mad and that his propaganda would have no result. But years passed and over their course I observed that this man had become an idler, who not only consumed the fruits that we produced, but hotly defended the sloth. The madness quickly spread among his listeners, who later formed a Parasite party, which consumed our crops. The companions known to oppose such depredation were reviled or killed.
One day, resolved to put an end to so much tolerance on our part, and so much abuse on theirs, I made an effort together with my comrades, and vigorously protested against the plundering of those drones, who together, strong and robust at our expense, resisted our drive. We fought in the name of the force of law, and they in the name of their own brute force. It was dreadful. The great idler suddenly took the title of God of Armies, placing himself at the head of his shirkers, which increased in number in an astonishing way. And while we were divided in opinion regarding how we would end the infamous exploitation, they united strongly.
One day we were careless, working in the fields, and we were surprised by unexpected assault. Weak, our forces almost exhausted, we could not resist his attack. In spite of everything, we fought. “Down with titles! Long live equality!” we shouted. “Death to superiority! Death to Authority!” And they replied: “Long live the Lord of Hosts! Long live inequality! Long live titles, the homeland, the law and religion! Long live the rights of our society, which, without producing, consumes the fruits of those who do produce.
These savage cries, threats against our rights as free men, filled me with a boundless courage and, blind with rage, I hurled myself at the throne unexpectedly raised by the great laggard, to give himself an air of superiority. I grabbed him by the hair and threw him furiously to the ground, trying to strangle him with my hands. The old man had not finished falling, when I heard these screams escape his throat: “Soldiers, take up arms and come to defend your God and King.” A phalanx of our comrades, deceived by the great idler, strove against me. It was such a surprise to me that the bandit escaped from my grasp and went to hide behind a black cloud where it was impossible for me to attack him. And he continued to harangue his soldiers, shouting at them to defend the holy rights of laziness, corruption, inequality and monopoly in pleasure. I protested—uselessly. Then the great idler called the laziest libertine and told him: “The title I give you is the most noble. You will be my priest, who will avenge on Lucifer and his followers the insult made to me, your God. Descends to the earth and pursue Lucifer without respite or rest.” And turning to me, he said: “You will descend to the earth where you will live dying of hunger dissipation and misery. Your arm will never be able to rest a moment, because my priest will force you to produce, day and night. He will form a caste that will be called, from now on, the caste of the powerful. There three shall be your enemies for all eternity: the priests, the wealthy and the government. For them you will build great palaces—and you will inhabit filthy shacks. You will have the gift of immortality, but you will be humiliated with the title of worker. My three delegates will force you to manufacture prisons, chains and a thousand tortures—so that you may be tortured with them. You will tear gold and precious stones from the bowels of the earth—and you will not be able to enjoy any of it. You will cause the fields to yield beautiful crops, and you will fill the barns of my delegates with their fruit—and thou will die of hunger. You will make fine fabrics to cover the bodies of my delegates, while your naked body will be tortured by the cold. You will build automobiles, airplanes and railroads, and you will walk the roads, tearing your feet. The air will not belong to you because it will be monopolized for the great palaces and gardens. My delegates will only grant you the nauseating atmosphere of your hut. Only they will enjoy the first fruits of love and infinite pleasures, and while they will dance to the harmonious chords of the orchestra you will hear the agonizing laments of your hungry children. You will catch the rays of the sun in order to fill with light the squares, streets and palaces, and you will grope in the black shadows of your hut, where you will feel the prolonged and slow agony of your children, who will succumb to hunger and pain, without your being able to remedy it. You will supply cities with crystal-clear water, and you will drink deadly spirits. And thus you will foment vice, the origin of crimes and diseases.
“You will make gold coins, so my delegates will promote the prostitution of conscience. My priest will make human pain a motive of exploitation. Where there is a mother tearful and desperate at the death of her son, he will be smiling at the shining of the gold coins that the unhappy woman offers to bury him. The earth will be their patrimony, and not yours, and my delegates will fertilize the fields with the remains of your descendants, scattered in fratricidal wars. All those who do no work will be rewarded, enjoying the product of those who labor. It will be given to you to build great temples, adorning them with idols of wood, plaster and other metals, dressing them with very rich fabrics and precious jewels, while you and yours suffer the icy bite of winter. It will be your lot to see abundance and comforts everywhere, except in your hovel. My three delegates will scatter ignorance among the producing mobs, to such an extent that they will defend my representatives, and on their knees they will kiss the sacred whip with which they will lash their backs, and will fervently plead for the bondage of my celestial yoke. You will not be able to think freely, because I will establish the holy tribunal of confession, where my priest will tear every last secret from your home. Pain will be your companion.”
The effects produced in me by words of such infinite evil were so frightful that I fell senseless on the cloud that supported me. In that moment the drones, taking advantage of the incident, upset the cloud, and I and my companions fell to earth.
When I came to my senses, I found, to my surprise, that from the foot of a rude wooden cross came an irruption of tonsured reptiles, who called themselves priests. As they crawled, they left behind them a generation of repulsive larvae, who were said to be representatives of authority, and a golden discharge that infested everything. This secretion they called capital, and some of my most ignorant companions seized it and were corrupted.
At that moment, a horrible transformation took place. The larvae grew rapidly and, together with the reptiles, made a nest of the golden secretion, aided in its manufacture by my companions who had been corrupted by contact with the cursed stuff. They all merged in the nest and from that union came a freakish thing that it still horrifies me to recall. It came from the nest, ready to pounce on me, an enormous hydra with a thousand heads. And on each of the heads could be read a name like these: ignorance, hunger, prostitution, poverty, inequality, robbery, religion, homeland, laws, militarism, monopoly of love, vice, exploitation and many more that I could not finish reading because my eyes, red with fury, closed and I angrily launched myself at the damned hydra, shouting to my companions: “Forward!” I turned my head, feeling that my scream was lost in the emptiness, and, noticing that no one was following me, I looked for the cause that prevented them from giving me help. And what did I see? I remember it with horror even today. The hydra was writhing. The head marked “Ignorance” had coiled around the neck of the crowd and blinded its eyes with filthy spittle. The head of mortal “Fear” had almost paralyzed its heart.
Was my cause lost? No! It was not! Making a supreme effort and gathering within me an energy of born of hunger, conscious of the cause that I was defending, I hurled myself at the hydra and fought, managing to avoid the corruption of the golden nest and the bites of the monster—against which I still struggle. I have already managed to redeem many of my companions and I shall soon complete my crowning work. I have destroyed a part of heaven and the drone God flees in defeat. The hydra loses its vigor every day, the golden nest grows pale and its inhabitants are assailed by gnawing fear. And I will not rest until freedom, love and equality have been established in this world. I am the first anarchist!
I was stupefied by the history that the indomitable fighter related to me and, opening my arms, I grasped him tightly, saying: “Oh! Lucifer, I am your disciple!” And with this declaration we became inseparable. I walk with him!
J. F. MONCALEANO.
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J. F. Moncaleano, “Historia del Primer Anarquista,” Regeneración no. 127 (February 8, 1913): 1, 3.
Working translation by Shawn P. Wilbur.