Ideario — Obras de R. Mella — I

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PEDAGOGÍA

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PEDAGOGÍA

El problema de la enseñanza

CAPÍTULO I

Por oposición a la enseñanza religiosa, a la que cada vez se muestran más refractarias gentes de muy diversas ideas políticas y sociales, se preconizan y actúan las enseñanzas, laica, neutral y racionalista.

Al principio, el laicismo satisfacía suficientemente las aspiraciones populares. Pero cuando se fue comprendiendo que en las escuelas laicas no se hacía más que poner el civismo en lugar de la religión, el Estado en vez de Dios, surgió la idea de una enseñanza ajena a las doctrinas así religiosas como políticas. Entonces, se proclamó por unos la escuela neutral, por otros la racionalista.

Las objeciones a estos nuevos métodos no faltan, y a no tardar harán también crisis las denominaciones correspondientes.

Porque, en rigor, mientras no se disciernan perfectamente enseñanza y educación, cualquier método será defectuoso. Si redujéramos la cuestión a la enseñanza, propiamente dicha, no habría problema. Lo hay porque lo que se quiere en todo caso es educar, inculcar en los niños un modo especial de conducirse, de ser y de pensar. Y contra esta tendencia, todo imposición, se levantarán siempre cuantos pongan por encima de cualquier finalidad la independencia intelectual y corporal de la juventud.

La cuestión no consiste, pues, en que la escuela se llame laica, neutral o racionalista, etc. Esto sería un simple juego de palabras trasladado de nuestras preocupaciones políticas a nuestras opiniones pedagógicas.

El racionalismo variará y varía al presente según las ideas de los que lo propagan o practican. El neutralismo, por otra parte, aun en el sentido relativo que debe dársele, queda a merced de permanecer libre y por encima de sus propias ideas y sentimientos. Mientras enseñanza y educación vayan confundidas, la tendencia, ya que no el propósito, será modelar la juventud conforme a fines particulares y determinados.

Pero en el fondo la cuestión es más sencilla si se atiende al propósito real más que a las formas extremas. Alienta en cuantos se pronuncian contra la enseñanza religiosa, el deseo de emancipar a la infancia y a la juventud de toda imposición y todo dogma. Vienen luego los prejuicios políticos y sociales a confundir y mezclar con la función instructiva, la misión educativa. Mas todo el mundo reconocerá llanamente que tan sólo donde no se haga o pretenda hacer política, sociología o moral y filosofía tendenciosas, se dará verdadera instrucción, cualquiera que sea el nombre en que se ampare.

Y precisamente porque cada método se proclama capacitado no sólo para enseñar, sino también para educar según principios preestablecidos y tremola en consecuencia una bandera doctrinaria, es necesario que hagamos ver claramente que si nos limitáramos a instruir a la juventud en las verdades adquiridas, haciéndoselas asequibles por la experiencia y por el entendimiento, el problema quedaría de plano resuelto.

Por buenos que nos reconozcamos, por mucho que estimemos nuestra propia bondad y nuestra propia justicia, no tenemos ni peor ni mejor derecho que los de la acera de enfrente para hacer a los jóvenes a nuestra imagen y semejanza. Si no hay el derecho de sugerir, de imponer a los niños un dogma religioso cualquiera, tampoco lo hay para aleccionarlos en una oponión política, en un ideal social, económico y filosófico.

Por otra parte, es evidente que para enseñar primeras letras, Geografía, Gramática, Matemáticas, etc., tanto en su aspecto útil como en el puramente artístico o científico, ninguna falta hace ampararse en doctrinas laicistas o racionalistas que suponen determinadas tendencias, y por serlo, son contrarias a la función instructiva en sí misma. En términos claros y precisos: la escuela no debe, no puede ser ni republicana, ni masónica, ni socialista, ni anarquista, del mismo modo que no puede ni debe ser religiosa.

La escuela no puede ni debe ser más que el gimnasio adecuado al total desarrollo, al completo desenvolvimiento de los individuos. No hay, pues, que dar a la juventud ideas hechas, cualesquiera que sean, porque ello implica castración y atrofia de aquellas mismas facultades que se pretenden excitar.

Fuera de toda bandería hay que instituir la enseñanza, arrancando a la juventud del poder de los doctrinarios aunque se digan revolucionarios. Verdades conquistadas, universalmente reconocidas, bastarán a formar individuos libres intelectualmente.

Se nos dirá que la juventud necesita más amplias enseñanzas, que es preciso que conozca todo el desenvolvimiento mental e histórico, que entre en posesión de sucesos e ideales sin cuyo aprendizaje el conocimiento sería incompleto.

Sin duda ninguna. Pero estos conocimientos no corresponden ya a la escuela, y es aquí cuando la neutralidad reclama sus fueros. Poner a la vista de los jóvenes, previamente instruidos en las verdades comprobadas, el desenvolvimiento de todas las metafísicas, de todas las teologías, de todos los sistemas filosóficos, de todas las formas de organización, pasadas, presentes y futuras, de todos los hechos cumplidos y de todas las idealidades, será precisamente el complemento obligado de la escuela, el medio indispensable para suscitar en los entendimientos, no para imponer, una concepción real de la vida. Que cada uno, ante este inmenso arsenal de hechos e ideas, se forme a sí mismo. El preceptor será fácilmente neutral, si está obligado a enseñar, no a dogmatizar.

Es cosa muy distinta explicar ideas religiosas a enseñar un dogma religioso; exponer ideas políticas a enseñar democracia, socialismo o ANARQUÍA. Es necesario explicarlo todo, pero no imponer cosa alguna por cierta y justa que se crea. Sólo a este precio la independencia intelectual será efectiva.

Y nosotros, que colocamos por encima de todo la libertad, toda la libertad de pensamiento y de acción, que proclamamos la real independencia del individuo, no podemos preconizar, para los jóvenes, métodos de imposición, ni aun métodos de enseñanza doctrinaria.

La escuela que queremos, sin denominación previa, es aquella en que mejor y más se suscite en los jóvenes el deseo de saber por sí mismos, de formarse sus propias ideas. Dondequiera que esto se haga, allí estaremos con nuestro modesto concurso.

Todo lo demás, en mayor o menor grado, es repasar los caminos trillados, encarrilarse voluntariamente, cambiar de andadores, pero no arrojarlos. Y lo que importa precisamente es arrojarlos de una vez.

  • Acción Libertaria, núm. 5, Gijón 16 de Diciembre de 1910.

CAPÍTULO II

Sabíamos que no faltan librepensadores, radicales y anarquistas que entienden la libertad al modo que la entienden los sectarios religiosos. Sabíamos que los tales actúan en la enseñanza, como en todas las manifestaciones de la vida, a la manera de los inquisidores actuaban y al modo que actúan hoy sus dignos herederos, los jesuitas laicos o religiosos. Y porque lo sabíamos, abordamos el problema de la enseñanza en nuestro artículo anterior.

Como no queremos ningún fanatismo, ni aun el fanatismo anarquista; como no transigimos con ninguna imposición, aun cuando se ampare en la ciencia, insistiremos en nuestros puntos de vista.

Se lleva tan lejos el sectarismo que se presenta en forma de dilema: o conmigo o contra mí. Libertarios se dicen los que así hablan. Les perturba la eufonía de una palabra: racionalismo. Y nosotros preguntamos: ¿qué es el racionalismo? ¿Es la filosofía de Kant, es la ciencia pura y simple, es el ateísmo y es el anarquismo? ¡Cuántas y cuántas voces clamarían en contra de tales asertos!

Sea lo que quiera el racionalismo, es para algunos de los nuestros la imposición de una doctrina a la juventud. Su propio lenguaje lo denuncia. Se dice y se repite que la enseñanza racionalista será anarquista o no será racionalista. Se afirma enfáticamente que la misión del profesor racionalista es hacer seres para vivir una sociedad de dicha y de libertad. Se identifica ciencia, racionalismo y anarquismo, y se sale del paso convirtiendo la enseñanza en una propaganda, en un proselitismo. Son más lógicos los que más lejos van y sostienen que se debe decir resueltamente enseñanza anarquista y dar de lado al resto de adjetivos sonoros que hacen la felicidad de los papamoscas que no lleven en el cerebro un adarme de fósforo.

No reparan estos libertarios que nadie tiene la misión de hacer a los demás de este o del otro modo, sino el deber de no estorbar que cada uno se haga a sí mismo como quiera. No observan que una cosa es instruir en las ciencias y otra enseñar una doctrina. No se detienen a considerar que lo que para los adultos es simplemente propaganda, para los niños resulta imposición. Y en último extremo, que aunque el racionalismo y el anarquismo sean todo lo idénticos que se quiera, nosotros, anarquistas, debemos guardar bien de grabar deliberadamente en los tiernos cerebros infantiles una creencia cualquiera, impidiéndoles así o tratando de impedirles futuros desarrollos.

«”Para mucha gente -decía Clementina Jacquinet, en una conferencia dada en Barcelona acerca de la sociología en la escuela-, y desgraciadamente para muchos maestros, la ciencia social está contenida por entero en sus periódicos, en los problemas de emancipación que tan vivamente agitan nuestra época”.

“Todo su poder consiste en inculcar a sus discípulos sus opiniones preferidas, a fin de que causen en los cerebros una impresión imborrable, que se implanten en ellos y se extienda ni más ni menos que a semejanza de una hierba parásita. Todo lo que han podido encontrar mejor para formar libertarios, es obrar al modo de los curas de todas las religiones”.

“No se dan cuenta de que forjando las inteligencias según su modelo predilecto, hacen obra antilibertaria, puesto que arrebatan al niño desde su más tierna infancia la facultad de pensar según su propia iniciativa”».

Se insistirá, no obstante lo dicho y transcrito, en que la ANARQUÍA y el racionalismo son una misma cosa, y hasta se dirá que son la verdad indiscutible, la ciencia toda, la evidencia absoluta. Puestos en el carril de la dogmática, decretarán la infalibilidad de sus creencias.

Mas aunque así fuera, ¿qué se haría de la libre elección, de la independencia intelectual del niño? Ni aun la libertad absoluta debería ser impuesta, sino libremente buscada y aceptada, si la verdad absoluta no fuera un absurdo y un imposible en los términos fatalmente limitados de nuestro entendimiento.

No; no tenemos el derecho de imprimir en los vírgenes cerebros infantiles nuestras particulares ideas. Si ellas son verdaderas, es el niño quien debe deducirlas de los conocimientos generales que hayamos puesto a su alcance. No opiniones, sino principios bien probados para todo el mundo, lo que propiamente se llama ciencia, debe constituir el programa de la verdadera enseñanza, llamada ayer integral, hoy laica, neutra o racionalista, que el nombre importa poco. La sustancia de las cosas: he ahí lo que interesa. Y sí en esa sustancia está, como creemos, la verdad fundamental del anarquismo, anarquistas serán, cuando hombres, los jóvenes instruidos en las verdades científicas; pero lo serán por libre elección, por propio convencimiento, no porque los hayamos modelado, siguiendo la rutina de todos los creyentes, según nuestro leal saber y entender.

La evidencia puede hacerse inmediata. ¿Qué clase de anarquismo enseñaríamos en las escuelas en el supuesto de que ciencia y anarquismo fueran una misma cosa? Un profesor comunista enseñaría a los niños el simplísimo e idílico anarquismo de Kropotkin. Otro profesor individualista enseñaría el feroz egolatrismo de los Nietzsche y Stirner, o el complicado mutualismo proudhoniano. Un tercer profesor enseñaría el anarquismo a base sindicalista influido por las ideas de Malatesta u otros. ¿Cuál es aquí la verdad, la ciencia, para que quede establecido en firme ese desapoderado absurdo de lo absoluto racionalista?

Se olvida sencillamente que el anarquismo no es más que un cuerpo de doctrina y que por firme y razonable y científica que sea su base, no se sale del terreno de lo especulativo, de lo opinable y, como tal, puede y debe explicarse, como todas las demás doctrinas, pero no enseñarse, que no es igual. Se olvida asimismo que la verdad de un día es el error del día siguiente y que nada hay capaz de establecer sólidamente que el porvenir no se reserva otras aspiraciones y otras verdades. Y se olvida, en fin, que estamos nosotros mismos prisioneros de mil prejuicios, de mil anacronismos, de mil sofismas que habríamos de transmitir necesariamente a las siguientes generaciones si hubiera de prevalecer el criterio sectario y estrecho de los doctrinarios del anarquismo.

Como nosotros hay miles de hombres que se creen en posesión de la verdad. Son probablemente, seguramente honrados, y honradamente piensan y sienten. Tienen el derecho a la neutralidad. Ni ellos han de imponer a la infancia sus ideas ni hemos de imponerle nosotros las nuestras. Enseñemos las verdades adquiridas y que cada uno se haga a sí mismo como pueda y quiera. Esto será más libertario que la funesta labor a los niños ideas hechas que pueden ser, que serán muchas veces enormes errores.

Y guárdense los dómines del anarquismo que se consideran únicos poseedores de la verdad, la palmeta para mejor ocasión, que es ya tarde para resucitar risibles dictaduras y para expedir o denegar patentes que nadie solicita ni nadie admite.

Como anarquistas, precisamente como anarquistas, queremos la enseñanza libre de toda clase de ismos, para que los hombres del porvenir puedan hacerse libres y dichosos por sí y no a medio de pretendidos modeladores, que es como quien dice redentores.

  • Acción Libertaria, núm. 11, Gijón 1911.

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