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Más allá del ideal
No pensemos como viejos creyentes que lloran ante el ídolo que se derrumba.
Creer, luchar, aferrarse al culto muerto: todos los creyentes hacen lo mismo. No importa que el idolillo sea de barro, de bronce o de carne. No importa que ande diluido en la nebulosa mental o en el torbellino de la pasión. Por el ideal, vivo primero, muerto después, se cumple la ley inhumana del sacrificio. Viene del Jehová bíblico, del Cristo evangélico. Dondequiera hay un libro santo que en cualquier lengua pregona la virtud del holocausto. Hay que prosternarse ante algo. Cae de rodillas el místico; rinde su vida el fanático; y, por inversión de términos el revolucionario divaga la locura milagrera de las maravillosas transformaciones.
No les arranques su ilusión, su querida ilusión. Se defenderán como leones, te desgarrarán como panteras, rugirán como hienas. No hay animal más fiero que el creyente.
¿Declararse equivocado, enmendar el rumbo, abrirse a la luz de la verdad que brota, de pronto, del arcano? ¡Imposible! Luchando consigo mismo, el hombre del ideal persistirá tercamente en el yerro, se obstinará en la aberración, luchará porfiado contra el torrente que quiere arrastrarlo. La fe, la inquebrantable fe, estará en guardia siempre. Y ya se llame religiosa, ya política, ya filosófica y social, impugnará todas las demasías del pensamiento, encerrándose en su fanático, inconmovible dogmatismo.
Cambian los nombres, las figuras, las representaciones, los cultos; cambian los artificios de lógica, las construcciones mentales; cambian el léxico y la retórica. Una sola cosa permanece inalterable: el mito.
Como viejos creyentes, lloramos ante el ídolo que se derrumba y, si no podemos reconstruirlo, creamos uno nuevo. Es preciso estar siempre de rodillas delante de alguna cosa.
He aquí por qué a través de todas las transformaciones ideológicas el ideal permanece irreductiblemente idéntico a sí mismo. Aun en las mayores alturas, el ariete demoledor no se diferencia gran cosa del cachivache que inciensa a los dioses y encumbra a los señores de la tierra. Son distintos instrumentos de diferentes cultos.
Parece como si se hubiera petrificado en el alma de los hombres el hábito de la adoración; en su cerebro, la idea de lo maravilloso; en su carne y en sus huesos, la funesta tendencia del servilismo.
En vano será que clames por la independencia del espíritu. Los más libres se agarrarán desesperadamente al clavo ardiendo de su idea hecha.
No podrían vivir sin el amo de órganos articulados o sin el amo de trabazón ideológica. Es menester sentirse dirigido por algo y para algo. Estamos hechos para la esclavitud. El látigo es también un icono.
El batallar de los siglos nos ha traído a tiempos en que el idealismo dogmático va a estrellarse contra las rocas del espíritu libre. Más allá del ideal, hay siempre verdad, hay siempre justicia, hay siempre razón. Nadie osaría demostrar que el desenvolvimiento de las ideas tiene barreras infranqueables. El límite es absurdo, es imposible. No pongas muros al pensamiento. El mismo pensamiento los derrumbará como a frágil fábrica de cascote. Abre tu entendimiento a los más atrevidos análisis; ríndete a todas las verdades que vayan surgiendo; no te petrifiques en el quietismo de una concepción bella, por amplia y grande que te parezca. Conviene tener el espíritu dispuesto a todas las transformaciones. Más allá del ideal, hay siempre ideal.
No hablamos sólo para los creyentes incurables del pasado. Hablamos más bien para los creyentes de la revolución, del porvenir dichoso, de la felicidad venidera. Hablamos para los soñadores que, creyendo demoler, reconstruyen; que, juzgándose revolucionarios, son la persistencia dogmática, ciega, de las viejas aberraciones.
En todas partes parece que surgen gentes nuevas, nuevas legiones de bravos luchadores por cosas novísimas. Desconfía. Traen a cuestas los fanatismos hereditarios. Tal vez avanzan iluminados por el espíritu de secta. Acaso los guía la visión lejana de una nueva deidad. Enciende, por si acaso, todas las luces. Y ustedes mismos, desnúdense ante la multitud para que los vean limpios de idolatrías y de servilismos.
Todo el que se considere al término de su viaje es hombre perdido para la revolución. Perecerá adorando su ídolo o llorando su acabamiento. Será como todos los viejos creyentes.
Más allá del ideal, hay siempre ideal.
- El Libertario, núm. 22, Gijón 11 de Enero de 1913.
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