Ideario — Obras de R. Mella — I

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ENSAYOS FILOSÓFICO-LITERARIOS

  1. La tristeza del vivir
  2. Pequeñas cosas de un pequeño filósofo
  3. Los cotos cerrados
  4. Diálogo acerca del escepticismo
  5. Ni pesimistas ni optimistas
  6. La razón no basta
  7. La visión del porvenir

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ENSAYOS FILOSÓFICO-LITERARIOS

La tristeza del vivir

Canten otros «la alegría de vivir». Quien ha visto siempre de frente la vida, quien lleva en los labios continuamente la sonrisa y el alborozo del colegial, incapaz de sostener diez minutos seguidos un sentimiento penoso, quiere cantar hoy la tristeza de vivir.

Contra las profecías infundadas de un amigo, no tengo nada de hipocondríaco; mis horas tristes pertenecen a los veinte años, cuando al caer de la tarde venían sobre mí las melancolías de la terriña, las dulces melancolías que me arrancaban hondas canciones. Ahora, ahora, ya entradito en años, no queda más que el disgusto de que no vengan aquellas melancolías con igual intensidad. Después, si alcanzo la vejez, volveré acaso a las murrias de mozalbete, pero no seré jamás un pesimista ni teórica ni prácticamente. Salud, sobre todo, para ver y saber.

No me siento de ningún modo Schopenhauer y, sin embargo, pienso muchas veces como él «que no vale la pena de vivir».

¿Soy pesimista? ¿Soy optimista? ¡Horror me dan las teorías! No soy ni lo uno ni lo otro; miro simplemente de frente a la vida, entiéndase a la vida tal cual es; sueño luego la vida posible y deseable, la vida digna de ser vivida, y se me atraganta la forzada tesis de la alegría de vivir.

La tristeza de vivir es lo firme para un alma que siente y un cerebro que piensa. ¿Hay más feroz tortura que la de llevar en la sangre todos los anhelos del bien, de la justicia, del amor y quemarse al contacto de todas las maldades, de todas las injusticias, de todos los odios? Se necesita vivir muy para sí mismo, casi en los términos de lo imposible, o ser muy bestia para cantar la alegría de vivir.

Mira a la vida privada: nada hay que no esté tocado, envenenado por la envidia, por los celos, hasta por el rencor. Las más bajas pasiones, los vicios más puercos, los sentimientos más degradantes nos empujan sigilosamente en una guerra despiadada de víboras, a dentellones con toda humana razón, con toda humana bondad. Si quieres permanecer puro y sano, te despedazan a mansalva y sin compasión. Ni aún se consiente ser bueno. Y cuando te has imaginado en posesión de una conciencia elevada, de una conducta severa, reparas, a lo mejor, que muerde allá dentro cobardemente el mal, la bajeza, la basura hereditaria de universal patrimonio. Entonces te sube la amargura a los labios y exclamas: «no vale la pena de vivir».

¡Qué terrible lucha! Forcejear constantemente contra sí mismo; atreverse a pasar desdeñoso sobre las miserias ajenas; pelear contra todo y contra todos, y verse de pronto cogido en las redes de la propia mezquindad, de la propia pequeñez, ¡no hay optimismo que no ceda y claudique!

Sí; por la vida digna de ser vivida hay que cantar la tristeza de vivir. La tristeza mental, la tristeza de la razón, que cae como nube funeraria sobre las carcajadas de la carne, del organismo entero que quiere expansionarse sin importarle un ardite del dolor y de la miseria ajenas.

Amplia un poco el círculo de observación. El mundo político, el mundo de las ideas (?), el mundo literario y artístico, el gran mundo de trabajo, ¿qué te parecen?

Los hombres se asemejan a muñecos de resorte que repiten la consabida frase o la aplauden estrepitosamente. No hablemos de las mezquindades, de las farsas, de las ambiciones, de los crímenes ostensibles de la vida pública. Es moneda corriente que no quita ni pone a la honorabilidad de los señores del margen. ¡Qué gran vergüenza haber llegado a tal extremo!

Fábricas de programas, de doctrinas, de teorías, como las de quincalla barata, están dirigidas por las eminencias más afamadas. Cada prójimo se aferra a su tesis y trepa por la escalera sin fin de la audacia de vivir, de vivir a toda costa, al precio de la indignidad, del engaño, de la expoliación, hasta del robo y del asesinato. ¡Oh, la alegría de vivir!

Y no sólo los directores. La multitud imita, sino es que obra por impulso propio de la propia manera. La multitud, todos, adopta su postura, elige su filosofía y gravemente, seriamente, lucha a brazo partido por lo mejor de lo mejor; una patarata aprendida de carretilla en cualquier sosaina letanía del primer tunante a quien plugo enseñar las artes especiales de su especial quiromancia.

Lo esencial es atrapar un hombre, darse una doctrina, encasillarse, ostentar una etiqueta y jugar luego a los partidos, a las escuelas, a las iglesias. ¿Convicción, creencias, fe, sinceridad?

¡Bah! La inmensa mayoría ni se cuida de encubrir el engaño. No se juega a todas esas cosas inocentemente. Cada uno va impulsado por ambición, por envidia, por codicia, y las más ruines pasiones son el motor verdadero de toda agitación.

Mas ahí están los artistas, los grandes artistas, para embellecer la vida. ¡Qué enorme montón de torpezas, de amasijos bárbaramente preparados! Ellos también trepan como pueden por la empinada cuesta. Cantan el asesinato colectivo postrándose a los pies del César triunfante; pintan las excelencias de la vida de rebaño; dirigen salmos al poderoso e himnos gloriosos a las sanguinarias hazañas de los aventureros de la patria; tienen sus dioses, sus sacerdotes y hasta sus eunucos. Son tan inmensamente grandes que al menor rasguño de la envidia se desnudan ante el respetable público y muestran el horrible esqueleto carcomido, agujereado, polvoriento ya. Y entonces ellos también procuran atrapar una etiqueta, y, una vez atrapada, batallan denodadamente por el realismo, por el romanticismo, por el decadentismo y también… por el esteticismo. El the struggle for life, digámoslo en inglés para mayor claridad, ello es necesario para alcanzar las cumbres de la gloria. Y a la verdad, y a la justicia, y a la humanidad, ¡qué las parta un rayo!

Perdona, lector, que no concluya todavía. Estoy en vena de que me zurren los que cantan la alegría de vivir.

Espera un poco, que ahora le toca el turno a la gran colmena social, al mundo del trabajo. ¿Ves todos esos borregos que van y vienen de la fábrica a la pocilga, del sembrado a la cueva, de la buhardilla a la oficina? Pobres maniquíes que trabajan como bestias, ¡y qué cobardes son! Pues ellos también tienen su corazoncito. Ahora, en el gran vendaval socialista, siguen a los otros, a los fabricantes de programas y de doctrinas, juegan a los comités y a las elecciones. De vez en cuando corre la sangre: se dejan asesinar como mansos. Es que la alegría de vivir los arrastra a la locura. ¡Y cuántas, y cuántas bajas ambiciones, cuántas pobrezas, cuántas sordas contiendas por pasar delante en la peligrosa ascensión por la escalera del deseo! Los jefes, los directores, los que despotrican en los periódicos, adoptan asimismo su postura correspondiente y, por la emancipación social de los pobres, a los pobres dividen por el eje llevándolos al fangal de la lucha miserable en que sólo se debaten las ruinas ambiciones, las codicias innobles.

Sí, como ha dicho no sé quien, es burgués el que piensa bajamente, ¡todo es burgués en el mundo que tenemos la alegría de vivir!

Ya sé, ya sé que no es solamente basura lo que rebosa del pozo. Hay hombres enteros, verdaderamente grandes; hombres de fe y de sinceridad así entre los que descuellan por su genio y por su talento como entre los humildes que vegetan en el silencio, ignorados del todo; hay hombres, hombres de verdad, en cualquier parte. Para éstos precisamente es la tristeza de vivir porque la realidad malsana en que se mueven ahoga toda su potencia vigorosa de bondad y de justicia. ¿Cómo podrían entregarse a la alegría intelectual si todo lo que perdura en derredor es deleznable y vergonzoso? Su refugio es la lucha, la lucha por el bien, por la regeneración del hombre, por la renovación del mundo. Pero la lucha es dolor, es tristeza, es forzamiento brutal de la propia bondad, de la justicia bien sentida. Y, pues, luchar equivale a dolor, la tristeza de vivir, por fecunda que sea en el hombre de bien, es fatalmente la carcoma del corazón y del cerebro.

Repugna, cuando se posee una sensibilidad medianamente desenvuelta, el contacto con todas las porquerías de la vida privada y de la vida pública. Asquea el estómago el continuo razonamiento de la honorabilidad mentida, la justicia ficticia, el amor afectado, la amistad simulada. ¡Desdichado el que va por el mundo en la confianza de su natural bondadoso y recto! Cada desengaño será un hierro candente que le achicharrará la carne. Y los desengaños, uno tras otro, le llevarán lentamente, lentamente a la tristeza de vivir.

¿Revolverse contra el mal? ¡Oh, sí; es necesario! Allá, en la lejanía, asoma el sol fulgente de la nueva vida, la vida digna de ser vivida. La multitud que se refocila en las suciedades de una existencia vergonzosa, la degradada por el azuzamiento de la codicia, de la ambición, de la envidia, de los celos, del odio y del rencor, vendrá a los senderos de la justicia y del amor, porque en cada hombre palpita el anhelo de renovación sostenido por la llama del bien, medio apagada en el transcurso del tiempo infame que nos condujo a la vil y actual negación de nosotros mismos.

Esta vida que algunos quieren que nos inspire la alegría de vivir, trae a mi pluma una palabra sucia…

Perdona, lector; no osaré escribirla. Es la alegría de vivir que estuvo a punto de tornarme grosero.

  • Ricardo Mella, “La tristeza del vivir,” Natura 1 no. 5 (December 1, 1903): 65–67.

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