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Justicias y justiciables.
El caso de Sancho Alegre
Cuando todo está ya dicho por acusación y defensa, magistrados y peritos, y la sentencia de muerte contra Sancho Alegre es cosa firme, pido hospitalidad en las columnas de Acción Libertaria para decir, con entera independencia, unas cuantas palabras que acaso no sean expresión precisa del pensamiento de aquellos que habitualmente redactan el simpático semanario anarquista, pero que de seguro coincidirán en gran parte con el sereno criterio que lo distingue de otras publicaciones similares.
Hemos llegado a un punto en que sistemáticamente se cierra los ojos a la razón por una y otra parte. Pocos son, amigos o adversarios, los que atemperan sus juicios a la reflexión reposada; y, en general, se habla a tontas y a locas, con el único objeto de molestar y herir al contrincante. Sin pasión, se desbarra. No hay ni siquiera la excusa de exaltaciones momentáneas. Sin razón, se aplaude o se condena. Se tiene por innecesario todo alegato de motivos. Lo único que parece indispensable es devolver golpe por golpe.
La ley del Talión está en los juicios y está en los hechos. Ahora, como siempre, prepondera. Quien ha intentado dar muerte, morirá. Excusamos inútiles jeremiadas. Para sentir compasión no hay tiempo suficiente en la vida ni resistencia bastante en los nervios. ¡Tantos y tan grandes son los dolores humanos!
En fin de cuentas, acaso la vida que se corta no quisiera ser prolongada. Acaso es inconsciente de sí misma o ignorante de su necesidad. Tal vez fuera inhumano conservarla. ¿Quién lo sabe? No es este ni aquel caso. Es cualquiera, todos y ninguno.
De un lado parecen justificadas todas las represalias; de otro, todas las vendettas. En el pensamiento rectilíneo de la dogmática reaccionaria o revolucionaria, no hay espacio más que para soluciones absolutas. Morir o matar. Lo absurdo de la conclusión niega toda solidaridad y convivencia humanas.
Para sofocar todas las rebeldías tendría el Estado que mantener una horca y un ejecutor en cada esquina. Para acabar con todas las injusticias tendría el pueblo que poner un victimario en cada calle. Faltarán encrucijadas para verdugos y víctimas. Y aún así, la rebeldía y la injusticia perdurarían, agravadas por el ambiente de común crueldad porque la matanza ni redime ni humaniza; enloquece.
Hay en la historia horas de suprema locura. Las multitudes, agigantadas por el ideal, exaltadas por la pasión triunfadora, han dado enormes saltos en el abismo de lo desconocido. La humanidad ha progresado entre arroyos de sangre y torbellinos de muerte. Perdido o amortiguado el instinto de conservación, se da o se quita la vida indiferentemente. Se hace el sacrificio cantando o rezando según que el ambiente está saturado de humanismo o de misticismo. El hombre normal ha desaparecido.
Estos locos no están catalogados en ninguna ciencia. Pero, ¿qué duda cabe que los héroes y los mártires también los delincuentes no son hombres bien equilibrados, fiel trasunto del tipo medio a que solemos llamar hombre normal?
El pacífico campesino suele resultar una fiera cuando en el campo de batalla llega a perder el instinto de conservación y con él el miedo hereditario. Hay un momento poco o largo, en que no es el mismo hombre, el hombre más que mediocre de su tranquila aldea. ¿Está loco? ¿Está cuerdo? ¡Cuán difícil y ardua la tarea de discernir responsabilidades, aun en la hipótesis falaz del libre albedrío!
No abogamos por la conservación de una vida que tal vez a la hora que escribimos haya sido liquidada. Generalizamos el caso para asentar conclusiones que la serena razón dicta y la experiencia abona.
Bien y bravamente se ha discutido el caso de Sancho Alegre. Su innegable epilepsia no ha bastado, sin embargo, para declararle irresponsable y recluirle en un manicomio, que hubiera sido la peor de las muertes si el sujeto justiciable sintiera intensamente la emoción de la vida. Nada de él sabemos que nos lo revele interiormente. Exteriormente nada nos induce a considerarle de la madera de los héroes o de los mártires. Parece más bien un pobre hombre desordenado, por no decir perturbado, ya que la locura caracterizada no existe, por lo visto, fuera de los manicomios. Nos recuerda el caso de Artal, ignorado de todos; de victimario convertido en víctima, tanto por la saña autoritaria como por la exaltación anarquista. Hay, sin duda, alguna diferencia. Artal no era libertario ni obrerista. Sancho Alegre militó en el campo obrero y en el campo acrático. Su mentalidad, no obstante, nos releva de considerarle bastante consciente de tales ideas.
También Pardiñas militó en el campo anarquista. Allá en América, sus camaradas íntimos le consideraban incapaz del atentado. Le conocieron hastiado de la propaganda, aburrido de la vida, perdida la fe en todo y en todos. Su desconcierto mental, su desorden psicológico, tal vez su perturbación física, le llevo a buscar en el espiritismo satisfacción a sus anhelos, a sus inquietudes. No puede darse más grande contrasentido. Y Pardiñas vaga por el mundo y un día cualquiera mata y se mata. ¿Por qué? ¿Para qué? Nadie podrá satisfactoriamente responder.
¿Son esos los hombres normales, de indudable responsabilidad, que las justicias estiman justiciables?
No entremos en el análisis médico, de posibles, si no seguras, anomalías. Ya lo hemos dicho: el héroe mismo, el mártir y también el delincuente no pueden ser contados, sobre todo en el
momento en que actúan, en el número de los individuos bien equilibrados. Permanente o transitoriamente son anormales. Pregúntese todo el mundo a sí mismo en cuáles condiciones sería capaz del sacrificio de la vida ajena o de la vida propia, de la heroicidad, del martirio o del crimen, y la respuesta nos dará el argumento hecho.
La pasión religiosa, la pasión política, filosófica o social, conduce, sin duda, a grandes acciones y a grandes desórdenes. Unas matanzas parecen sublimes; otras, infames. Esencialmente, todas son iguales. La guillotina fue la gran locura de fines del siglo XVIII. Sobre los millares de cabezas que rodaron al cesto se asientan los poderes actuales. La burguesía surgió de aquel inmenso mar de sangre plebeya y aristocrática.
Y los individuos son como multitudes. La vesania de un Napoleón lleva por el mundo entero los principios de la Revolución.
Mas el hombre normal, el hombre mediocre, que diría el doctor Ingenieros, no quiere entender de filosofías. Aplica la ley del Talión sin distingos.
Se explica, no obstante, que siegue la cabeza de Angiolillo. Angiolillo en un vengador, consciente de un propósito que estima justiciero; ideólogo temible, hasta el punto de que caballerescamente por el mundo en busca de su víctima, y cuando la tiene delante, a poco si la invita a ponerse en guardia. Es un beligerante que hay que exterminar. Dos vidas acaban. Es terrible, pero esa es la lucha; no por inducción de propagandas, no por voluntad deliberada de los combatientes, sino por consecuencia fatal de los términos en que la lucha por la existencia se libra.
Pero estos otros casos no son lo mismo. Sería difícil probar clara conciencia de la acción. Imposible establecer concomitancias entre unas y otras mentalidades, entre unos y otros hechos. Todo lo que se ha dicho y se sabe de Sancho Alegre está gritando a voces inconsciencia, inopia, perturbación.
Sin el prejuicio de que el anarquismo es matanza y terror, no habría problema ni habría discusión. Tan graves como se quiera, ante la ley, estos atentados, habría para los forzados de la miseria social y de la miseria fisiológica y una medida prudente que pusiera tino en inútiles represalias y en bárbaras venganzas. La ley del Talión, aplica sin distingos, no hará más que perpetuar el reinado de la violencia.
Y decimos sin distingos, porque los luchadores conscientes que se erigen y pueden erigirse en justicieros saben bien, de antemano, que ponen una vida en la balanza de otra vida, y ellos mismos no hacen más que aplicar a sus adversarios el Talión maldito.
En este batallar sin tregua de nuestros días, los himnos a la fuerza triunfadora no salen tanto de abajo como de arriba. Nosotros quisiéramos que no salieran de ningún lado. Justicias y justiciables tendríamos que reprimir los instintos de la bestia que resurge a cada paso. La reivindicación de una vida no es lo esencial; lo esencial es reivindicar el derecho de todo el mundo a vivir para rendirse al deber de respetar todas las vidas.
Y el anarquismo no quiere más ni quiere menos que eso.
- Acción Libertaria, núm. 9, Madrid 18 de Julio de 1913.
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