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La sinrazón de un juicio
Porque expresa una opinión mal fundada de muchas gentes, quiero hacerme cargo en público de unas palabras dichas en privado por un compañero a quien estimo.
Alentándonos en la empresa de propaganda periodística que hemos acometido con El Libertario, nos dice ese buen amigo, poco más o menos: «sobre todo a la masa estulta hay que enrostrarla duro y sin disimulos».
La cosa dicha así, en seco, parece una enormidad. Pero si se tienen en cuenta que quien de ese modo habla y quien de esta manera contesta de la masa somos, será necesario dar a tales palabras otro valor del que aparentan.
En efecto: la multitud esclavizada y embrutecida por la educación y por el hábito y sometida por la necesidad de vivir, no se conmueve ni se agita si no es a impulsos de rudos embates de la razón que le muestran toda la cobardía y toda la vileza de su conducta. Es permitido, metafóricamente, el látigo que restalla de rabia, la sacudida violenta que enciende los colores del rubor, hasta la injusticia que provoca la ira. En este sentido los más activos revulsivos están justificados. La multitud recobra por sí misma y abre su entendimiento a la luz de ideas y de sentimientos ausentes o dormidos antes. Enrostrar duramente las cosas mismas, salvando al hombre, es, no bastante, el único camino del juicio y de la reflexión.
Cuando rebasamos el respeto al hombre, ya no laboramos por su elevación; lo deprimimos, insultándolo y vejándolo. Y he ahí precisamente lo que suele hacerse traduciendo malamente la necesidad de sacudir duro y sin disimulos a la masa estulta.
Es un juicio irracional muy corriente. Parece como si con injurias, con fuertes agravios, con violentos apóstrofes se llevara a la razón vecina el menor destello de luz. En esta labor revulsiva, las reflexiones, los razonamientos huelgan. Las palabras gruesas lo son todo.
¡Funesta equivocación que pone abismos entre nosotros!
Porque, en fin de cuentas, el ignorante, el sometido no es el culpable, puesto que por voluntad propia ni permanece ignorante ni está sometido. Es la dura existencia, es el bagaje hereditario, es la falta de educación y de enseñanza desde los primeros pasos en la vida lo que le tiene reducido. Es el poder capitalista y el poder autoritario, gravitando pesadamente sobre él, lo que le tiene en la cobardía. Incitarle al análisis, empujarle a la rebeldía, no es lo mismo que insultarle, insultándonos.
¿Quién de los que más griten estará sin mácula? Nos juzgamos rebeldes y en cada minuto de la existencia nos negamos tres veces. No se vive sin someterse. Es demasiado poco un hombre solo ante la enorme pesadumbre del mundo en que vivimos. Y para recorrer el áspero sendero de la redención humana, es preciso sentirse apoyados hasta en nuestra propia debilidad.
No podemos hacernos la ilusión de emancipados. No podemos pensarnos realmente rebeldes, rebeldes de hecho, en medio de todas las sumisiones a cuyo solo precio se puede vivir hoy.
¿Tenemos la percepción de la rebeldía, de la libertad, de un gran ideal de justicia? Pues llevémosla por la razón y hasta por la pasión a nuestros hermanos. Que la rabia de la impotencia no nos arrastre al menosprecio y a la injuria. Y si de tanto en tanto se hace necesario el aldabonazo que despierta a los dormidos, el recio apóstrofe que obliga a erguirse a los sumisos, pongamos inmediatamente la razón de nuestros llamamientos, de nuestras duras palabras. Mover un brazo en actitud amenazadora es mucho más fácil que dar la razón de la amenaza.
Maltratar a los que no están de nuestro lado equivale a maltratarnos a nosotros mismos. Pensemos siempre que éramos como ellos mismos la víspera del día en que hablamos, del día en que fuimos convencidos por lecturas, por conversaciones o por meditaciones propias.
¡Enrostrar la multitud estulta! Hay muchas cosas dignas de ser enrostradas. Nosotros mismos no podríamos alzar el grito muy alto sin que tal vez la multitud pudiera devolvernos golpe por golpe.
¿Hay muchas cosas dignas de ser enrostradas fuera y dentro de nosotros? Pues duro con ellos. Pero que la razón vaya detrás presurosa, solícita, con amor intenso, inundando de luz las cavernas tenebrosas donde han echado profundas raíces todas las servidumbres históricas.
La sinrazón de los que maltratan sólo tiene una disculpa: que ellos mismos carecen de mejores argumentos.
- El Libertario, núm. 8, Gijón 28 de Septiembre de 1912.
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