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Por la anarquía
No me propongo terciar en una polémica a la que cada parte ha llevado sus razones y sus puntos de vista, sin que nada justifique intervenciones que podrían parecer pedantes. Quiero simplemente ahora, como otras veces, aprovechar una ocasión para exponer mis ideas; y digo mías sin ínsulas de un personalismo aplastante y sabiendo que son las de muchos millares de hombres, cada uno de los cuales vale tanto como yo.
El lector puede estar tranquilo; no le serviré ideas demasiado luminosas para tiempos infantiles; nada nuevo presentaré que le maraville; ni siquiera pretenderé haber descubierto la pólvora yo solito estudiando a Darwin y a Haeckel en lo que no los ha estudiado nadie. Mi soberbia no me llevará tan lejos.
Hablaré lisa y llanamente de la anarquía, dejando a un lado el enredo científico en que se meten los modernos candidatos a dioses sin que acierten a desembarazarse del atadero que en su pobre mente pusieron lecturas abstrusas cuyadigestión requiere todo género de específicos auxiliares.
Por ahora, que sepamos, esa señora encopetada que se llama ciencia no ha dado debida satisfacción a multitud de interrogaciones formuladas por la mente humana. Y como no la ha dado, parécenos muy cuerdo atenernos a lo bien conocido, hechos, serie de hechos, deducciones, asociaciones de deducciones, etc., etc., sin meternos en honduras que nos llevarían a caer de bruces en la teología de nuestros mayores o en la tontología de nuestros actuales superhombres. Un poquito de sentido común lo está pidiendo a veces el atasco de ciencia que algunos padecen. Lejos de nosotros todo contagio de tan molesta dolencia.
Demos, pues, un rápido paseo por los dominios del conocimiento. Fuera de los hechos reales no hay más que abstracciones. Lo son no sólo el equilibrio sino también el espacio y el tiempo. Lo son el todo y la nada. De la evidencia de que algo existe, derivamos las ideas de conjunto y de no existencia. De lo finito, real y palpable, lo infinito. Hablamos del movimiento y todavía no podemos explicárnoslo sin algo que se mueva. La misma materia, fuerza de los fenómenos que nos revelan que algo actúa, es una mera abstracción. Fuerza, substancia, ¿no están en el mismo caso? Hablamos del átomo como una cosa indivisible ¿y estamos seguros de que más allá de esa limitación por nosotros forjada no es descomponible la materia?
No prosigamos. Fenómenos y series de fenómenos, he ahí todo. Pero ¿podríamos entendernos siquiera sin todas esas abstracciones? Los fenómenos no se suceden obedeciendo los mandatos de la ley como si ésta fuera un ser sobrenatural que todo lo ordenara; mas nosotros estudiamos, los agrupamos en series y a seguida deducimos y establecemos que tales fenómenos se suceden conforme a tal ritmo y tales otros conforme a tal otro ritmo. Ésa es la ley y no más, pura abstracción. Sin ella, no obstante, el edificio de la ciencia se vendría abajo.
Aún vamos más lejos. La misma ciencia no es, no será nunca, el conocimiento completo, cerrado de todas las cosas; no es, no será nunca el código acabado del entendimiento. Más de una vez lo hemos dicho: la ciencia, como todo, está en perpetua formación. La verdad de hoy es el error de mañana; la hipótesis atrevida de un día es la gran certidumbre del siguiente. La recíproca no es dudosa. ¿Cómo, hombres que se dicen consagrados a la ciencia, osan afirmar en redondo ideas que en el momento mismo son manzana de discordia entre sabios y profanos? ¿Cómo, aquello que no está comprobado se erige en doctrina levantando así banderías en el pacífico campo de la investigación? ¿Se olvida que las teorías mejor establecidas, al parecer, han venido a tierra en un instante?
Cuerdo y prudente es siempre tener en cuenta que nada podemos afirmar de las cosas en sí mismas. Son sus “apariencias” lo único que conocemos, es decir, la manera como se nos presentan o las observamos o sentimos nosotros. Verdad que ellas son nuestra realidad; pero ¿no cambian a menudo los términos de ésta? Por algo somos nosotros mismos un factor en el modo de forjarla.
Vengamos, pues, a cuentas. En la naturaleza, se dice, todo está en lucha. Mejor sería decir: en la naturaleza todo se comporta como si estuviera en lucha. Si todo está en lucha, si todas las fuerzas naturales obran y atentan contra la forma y la naturaleza entera y esto sucede en cada instante de tiempo y en todo lugar del espacio, ¿cómo en el espacio y en el tiempo sin intermitencias ni soluciones de continuidad, persiste la resultante armónica de la existencia universal? La lucha implica destrucción continua y, si podemos afirmar que en la naturaleza todo es transformación y cambio, sería temerario aventurarse a decir que todo se destruye. La resultante de eso que se llama lucha es siempre y continuamente, en todos los órdenes de las cosas, armonía, equilibrio, permanencia de vida; no destrucción ni aniquilamiento. A tener razón los agoreros de la muerte que ensalzan la vida, el universo entero habría dejado de existir tiempo ha.
Acaso se discute una palabra y nada más. Suprimido el prejuicio establecido por el uso constante de un vocablo al cual nos aferramos más que a la idea en sí, tal vez la discusión cesare, que las cosas no ocurren para los sabios de distinto modo que para los simples mortales, por muy sabios que aquéllos sean y por muy simples que sean éstos.
No es menester detenerse a discutir si los elementos de nuestro cuerpo están en lucha o concurren por ley de relación o de subordinación a un mismo fin, para establecer el hecho indiscutible de que ellos nos dan constituida una “individualidad” que es al propio tiempo una asociación, o tal vez mejor una coordinación. ¿Hay lucha entre los elementos que compone esta individualidad? ¿Hay solidaridad? Discusión de partido, de bandería, de secta. Ociosa en el dominio de la ciencia, cuya labor es investigar y afirmar solamente cuando la investigación ha tenido completo éxito. Innecesaria en el terreno de nuestro objetivo, los medios de convivencia social. Lo cierto es que en la lucha o solidariamente, aquellos elementos dan una resultante que no destruye ninguno de ellos y se llama hombre y constituye una individualidad soberana, ciertamente, al lado de millones de otras soberanías análogas.
Si hay luchas no sería, en último término, sino la manifestación de vida de cada individualidad, y como en nuestro organismo, al igual que en la naturaleza entera, son a millares de millares tales manifestaciones, es necesario que para coexistir se coordinen, lo que significa que las mismas individualidades se limiten, se reduzcan su campo de acción propio, ensanchándolo al mismo tiempo por la invasión del ajeno, so pena de destrucción total. No de otro modo que coordinándose los elementos, si se quiere, en lucha, se llega a la individualidad del hombre, resultante, si se quiere también, del combate entre las individualidades que lo forman.
No es preciso hacer sendas excursiones por autores que muchas gentes se saben de memoria, para demostrar cómo el desequilibrio, en nuestras funciones o entre nuestros órganos, da el predominio a la individualidad absorbente. Y no es sólo la relación de estómago a cerebro, sino de cada uno a todos y de todos a cada uno. ¿Pero no demuestran estos predominios del cerebro en el hombre dedicado al estudio, del estómago en el glotón, de los miembros inferiores del andarín, de los brazos del atleta, etc., que cuando falta o se debilita la coordinación de los elementos que componen el individuo hombre, la individualidad se quebranta? Luego, por brutal, por feroz que sea la lucha entre los seres vivientes, su coexistencia sería imposible –y ella es un hecho indiscutible– sin la coordinación, sin la asociación, sin la solidaridad, en fin, de cuanto constituye la naturaleza entera.
No discutamos palabras. Los hechos lo son todo.
Para ensalzar, para “superar” esta individualidad que se llama hombre, nada más absurdo que establecer el derecho del más fuerte. Cuando el cerebro absorbe toda la savia del organismo, el organismo perece sin que, naturalmente, el cerebro escape a tal catástrofe. Cuando una individualidad acapara, se apodera, roba parte de su savia, de su vida, de su individualidad a las restantes individualidades, la coordinación o asociación de los hombres perece también sin que la individualidad absorbente se salve de la general ruina.
Cada uno de nosotros no está en el centro del universo; cada gran parte o cada parte minúscula de la naturaleza, sea sol o sea infusorio, no es única en el concierto o en la lucha, como se quiera, de la substancia universal. ¿Combate, solidaridad? Relación infinita de infinitas relaciones es la realidad de la existencia general y de la existencia particular… Puede haber y hay, sin duda, prejuicios en aquellas interpretaciones de la existencia; no la hay en esta última.
Pues así como las relaciones universales de todos los elementos, sea lo que quiera su forma aún no bien determinada, dan por resultante coordinaciones y más coordinaciones, individualidades y más individualidades, armonías y más armonías, tan fugaces como se quiera, pero constantemente reproducidas, así también las relaciones de los elementos sociales, los hombres han de producir resultantes coordinadas, armónicas, tan poco permanentes como se pretenda, pero siempre reproducidas al infinito, sin lo que la humanidad no podría ser considerada sino como una rara excepción dentro de la naturaleza.
Cada individualidad puede afirmarse como quiera, pero no puede liberarse del contacto con otras individualidades. En la naturaleza, como en la sociedad, las unas están cons23 tantemente en presencia de las otras afirmándose y reduciéndose, no destruyéndose. Vivir es eso, coexistir, no aniquilarse. ¡Desdichada intelectualidad que no acierta a ver más que lobos devorando corderos!
Si ciertas ideas sobre el combate por la existencia fueran fundadas, tendríamos que erigir en regla de vida el desequilibrio, la anormalidad, y tal hacen los metafísicos de la lengua que en la plaza pública emboban al respetable público con ridículos volatines.
Sólo así puede llamarse libertad a la congestión del cerebro que mata, con los demás órganos, la individualidad entera. Sólo así puede afirmarse la belleza de la tiranía y la fatalidad de la esclavitud. Sólo así puede decirse que el desenvolvimiento y la potencia de la individualidad están en relación inversa del desenvolvimiento y de la potencia de sus elementos componentes.
Cualquier sutileza filosófica, por hermosa que parezca, será impotente para probar que la salud del hombre consiste en que el cerebro reviente de hartazgo mientras perecen de anemia los demás órganos; que la libertad del hombre estriba en devorar a los demás hombres. Por abstracta que sea la idea de normalidad, de salud, de libertad, se nos impone en el sentido del desenvolvimiento coordinado de “todos” los elementos componentes de una individualidad. Lo contrario equivale a establecer que la apoplejía es el estado de salud para el cerebro, que la indigestión es el estado de salud para el estómago y que… al individuo hombre que lo parta un rayo.
Sí; en general hay que considerar a todos los individuos de todas las especies como casos anormales, principalmente a los individuos de la especie hombre civilizado. Precisamente de la anormalidad reconocida de todos los individuos de todas las especies se deriva la concepción del tipo normal, del mismo modo que de la realidad conocida de la parte se deriva el concepto del todo; de algo, el de nada; de lo infinito; de lo uno, lo vario. Todo existe en desequilibrio permanente, en estado anormal, sea. Pero ¿no hay siempre una resultante armónica, una tendencia invariable al equilibrio, a la normalidad, al estado de salud, mediante la que cada individuo, “todos” los individuos coexisten y se desenvuelven sin anularse? Para hablar de equilibrio es preciso un estado inicial de desequilibrio anterior. Se empieza por una oposición y se acaba por una coordinación.
Es necesaria la neurosis, la impotencia cerebral de composición para no ver en la existencia más que su lado patológico, exigiendo en teoría de la vida la realidad de la muerte.
Lucha, guerra, esclavitud, tiranía, antropofagia, cantadas por hombres que presumen de ciencia y anarquía, ésas son las grandezas individuales que conducen a la superhombría y al manicomio. La filosofía ultraterrena se diluye en las alucinaciones del misticismo religioso. El pasado y el presente se dan la mano a través de las casas de salud.
Las relaciones, las influencias recíprocas de unos elementos respecto de otros no son la misma cosa que esclavitud y tiranía. Aquellas son el caso general, éstas el particular. Cuando tales influencias no son coordinadas, puede surgir una absorción, la tiranía; surge casi siempre. Y entonces la salud falta, la normalidad se rompe. Patología pura, quiérase o no. Cuando las relaciones sociales no se libran en la armónica plenitud del desenvolvimiento de todos los componentes, la sociedad, como el hombre, enferma. Hay tiranía, hay esclavitud. Por todos los siglos de los siglos, pese a todas las teologías y a todas las metafísicas, la coexistencia de todo lo que es tendrá por condición el equilibrio, la normalidad, la salud. Póngase por delante toda la movilidad, toda la inestabilidad que se quiera; póngase por delante, a medida del deseo, lucha, desequilibrio, preponderancias y subordinaciones, sólo se es al precio del equilibrio, de la coordinación, de la armonía, de la solidaridad de cuanto existe. Si las cosas ocurrieran de otro modo, nada de lo que es sería.
Se nos habla del individuo en sí y para sí, de su única realidad. Se nos habla de su libertad interna. Pero ¿es que cabe hacer abstracción absoluta de los otros individuos? ¿Es que la libertad interna misma, no depende, en gran parte, de las influencias infinitas de los demás individuos? ¿Es que hay algo que pueda ser por sí solo? La existencia entera no es sino pura relación y cambio. No hay manera de concebirla desligada individualmente del resto de las individualidades. La ciencia puede hacer y hace de hecho el estudio de un músculo, de un átomo, aisladamente. Ello es simple artificio. Para estudiar una función se empieza por prescindir de sus concomitantes. Es una facultad de nuestro entendimiento y una convención que impone el método, nada más. Pero los concomitantes están siempre presentes estorbando la penosa investigación, llamando siempre al orden al atrevido estudiante que osa olvidarse, abstraerse de la vida de relación que bulle en derredor de su soñado individuo, con su única realidad de laboratorio.
Dejemos en paz el lado psicológico de la cuestión. Ello está muy obscuro todavía y mientras la vida nos llame con recios aldabonazos tenemos algo muy importante en que ocuparnos fuera de las sutilezas y filigranas con que quieren singularizarse los que no se acomodan a la pequeñez de su individualidad y deliran con el delirio de la grandeza, oficiantes presuntos de dioses, despreciadores de la enorme masa humana que trabaja y se afana en la estulticia, vengadores y crueles de boquilla, sanguinarios imaginativos como Jehovás de guardarropía con su caja de rayos y truenos, que harían reír a medio mundo si este medio mundo no padeciera una lamentable flojedad en las extremidades inferiores por una imbecilidad congénita de todo el organismo.
Quedemos, pues, en que considerado el individuo en sí mismo, es su única realidad, su dios, su todo y en que la libertad consiste precisamente en el pleno desenvolvimiento de la individualidad. Quedemos asimismo en que, naturalmente, como las individualidades se cuentan por millones, para que cada una se desenvuelva es necesario que entren, por así decirlo, en competencia de desarrollo y que, por fin, el principio de vida es precisamente, o lo parece, un principio de lucha, de combate, de pugilato. ¿Deduciremos de aquí la fatalidad de la tiranía de unos sobre otros, la destrucción de unas individualidades por otras individualidades? Tanto valdría que mi vecino dijera: “Puesto que Fulano come todos los días muy buenas chuletas y se atraca de aves, peces y plantas, y los Fulanitos que tal hacen se cuentan por millones, es claro como el agua, cuando el agua no está turbia, que en el mundo no hay más principio formal que el de devorarse los unos a los otros, y desde mañana mismo me dispongo a tragarme hasta a mis congéneres, si me es necesario o se me antoja. Así engordaré y me desarrollaré integralmente, que es todo lo que exige mi personalidad, o dígase mi única realidad”.
Glosando a Newton cuando afirma que la materia atrae a la materia, o por lo menos que las cosas pasan “como si se atrajeran”, diremos que así como del mundo de la materia inconsciente no podemos afirmar sino que las cosas pasan como si unas moléculas atrajesen a otras moléculas, unos planetas a otros planetas, del mundo vivo, del mundo consciente, no podemos afirmar sino que las cosas pasan como si unos elementos lucharan con otros. Mas así como en los espacios planetarios cada mundo persiste en su órbita y coexisten todos armónicamente sin que la atracción los lance unos contra otros; así como en los espacios intermoleculares cada molécula perdura en su esfera de acción sin que las unas a las otras se aniquilen, formando, por el contrario, coordinaciones superiores, organismos variados; así también en los espacios sociales cada individualidad, todas las individualidades a un mismo tiempo, conservan su autonomía sin que la lucha las arroje al aniquilamiento mutuo. Dígase que es precisamente la lucha lo que las conduce a la asociación, del mismo modo que la atracción conduce al equilibrio de los mundos. Es así como en el reino animal persisten y prodigiosamente se multiplican los peces chicos que los peces grandes se comen, según el dicho vulgar. Es así como la humanidad se ha podido salvar todos los despotismos y las tiranías. La solidaridad ha sido el gran escollo de la bárbara lucha ensalzada por los superhombres de todas las épocas.
El principio de toda existencia “parece” un principio de lucha. La existencia “es, de hecho”, una asociación, mil asociaciones, millares de millones de asociaciones. Existencia y coordinación son una misma cosa. La vida, podría decirse en términos algebraicos, es una función de dos principios contrarios, la lucha y la solidaridad, de los cuales conocemos al primero como apariencia y como realidad al segundo.
Cada molécula, cada planeta, cada ser viviente, plantas, animales, hombres, es para sí su todo y su única realidad. Pero ninguna de estas unidades, compuestas de otras unidades, tendría realidad alguna fuera de lo que propiamente constituye la existencia, la relación coordinada, permanente y variable a un mismo tiempo, de todas las unidades, cualquiera que sea su naturaleza.
Y si en el mundo de lo inconsciente, en el mundo de las plantas, en el mundo de los animales, la resultante es la solidaridad, ¿qué diremos con relación al mundo de los hombres? La “única realidad” de los Stirner y los Nietzsche es pura quimera. No hay realidad fuera de la vida social. Somos porque coexistimos. Nadie, por poderoso que sea, podrá existir fuera de las relaciones que constituyen la realidad social. Cada uno es “todo” para sí, pero es “algo” para los demás. En vez de limitarse cada uno de nosotros, ensancha su esfera de acción mediante las relaciones de igual a igual. La libertad no tiene un límite en las otras libertades, tiene una ampliación. Cada individualidad es ella misma y un poco también cada una de las demás, del mismo modo que todo el elemento de la materia es algo por sí y algo más por lo que toma de otros. Lo que está potencialmente en el ser aislado, está en presencia durante la vida de relación. Ésta es la condición indispensable de todo ese desenvolvimiento.
¿Puede, ahora, establecerse una completa analogía entre el mundo físico y el mundo social? Vamos despacio, que cada mundo es un escollo.
Hay en el hombre un factor principal que lo diferencia del resto; hay conciencia. Ningún determinismo osará afirmar y menos probar que el hombre funciona ni más ni menos que como una partícula cualquiera de materia inconsciente. Por mucho que se quiera reducir el elemento voluntad, y quien dice voluntad dice libertad, de ningún modo son susceptibles de identificación el hombre y la roca. El hombre elige, compara, acepta o rechaza, o bien siguiendo la expresión empleada en otras partes de este artículo, obra como si eligiera, comparara, aceptara o rechazara. La vida social tiene para ello todos los caracteres de un concierto voluntario. No es menester ahondar más. A los efectos de buscar los mejores medios de convivencia social, lo repetimos, la parte psicológica de la cuestión no tiene gran importancia. Lo esencial es que el individuo pueda obrar como si eligiera, comparara y aceptara o rechazara libremente.
Aunque la sociedad venga dada por las condiciones generales de la existencia, carece de realidad para el individuo mientras éste no entra en relación directa o indirecta con sus análogos. El hecho de hallarse en presencia los unos de los otros, constituye por sí solo la sociedad, pero no se hace efectivo sino mediante millares de millones de pequeños convenios para los que la libertad, toda la libertad es necesaria al hombre.
Tal es la razón fundamental de la anarquía. Libertad y solidaridad son su esencia.
Ya que de libertad hablamos, preciso será que concretemos el alcance de esta palabra.
La libertad, en el sentido absoluto que se da a este vocablo, es una quimera. Cuanto existe está condicionado de tal forma que no queda espacio para el libre arbitrio. Físicamente nada puede salirse de las condiciones generales de la naturaleza y de sus condiciones propias. No cabe hacer excepción a beneficio del hombre. Aun cuando éste parece sobreponerse a las condiciones del medio y a sus propias facultades, no hace sino acudir a un subterfugio. Surca los aires, pero no vuela. Desciende al fondo de los mares y allí respira y vive un cierto tiempo, pero encierra y lleva consigo el ambiente exterior necesario para su existencia. La libertad moral es simplemente un caso particular de la libertad física. Cada uno sólo quiere lo que puede; y, si hace lo que quiere, es porque no quiere más que lo que puede. Así la libertad no es, en todo caso, más que el esfuerzo por substraerse a condiciones dadas en la naturaleza o en nuestro organismo. El desenvolvimiento de la personalidad implica el combate por liberarnos de todo atadero físico y moral.
Socialmente la libertad tiene análogo sentido relativo. En el mejor de los mundos, en el más libre de los estados sociales, cada uno habrá de soportar, cuando no solicitar, la presencia y la cooperación de los demás; vivirá en un medio común, por tanto, con todos los inconvenientes y cortapisas, y también con todas las ventajas de la comunidad. Aquí también el esfuerzo individual de sobrepujar las determinadas condiciones, es en lo que estriba la libertad.
Pero, en tal terreno, hay que tener en cuenta algo más esencial. A los ataderos físicos, morales y sociales, ha venido a sumarse en el curso de la historia un atadero más, el atadero artificial de las instituciones autoritarias, la propiedad inclusive. Así, en ese estado actual, el individuo no sólo lucha por superar condiciones que reducen a un mínimum su libertad sino que también por destruir todo un mundo de artificios que lo aplasta y lo estruja. Y ese problema es verdaderamente importante y únicamente práctico. Aquellos otros habrán de resolverse teóricamente en el dominio de la ciencia, y en el de los hechos por medio del esfuerzo personal y el esfuerzo común en la cotidiana mudanza de las cos31 tumbres, de los gustos, de las inclinaciones, de la educación, etc. Es la labor eterna de los tiempos presentes o futuros.
Mas el otro problema, el que toca la vida real en sociedad, habrá de ser resuelto sobre la marcha por la conquista de “toda la libertad de sentimiento, de pensamiento y de acción” indispensable al desenvolvimiento integral de todas las individualidades. Esta libertad real y efectiva, no la soñada y estrafalaria de los neoindividualistas, es la que entraña el socialismo anarquista.
Proclamamos, pues, la libertad total del individuo y porque esta libertad sea un hecho para “todos” los individuos, proclamamos también la igualdad o equivalencia de condiciones. Inútil fuera el derrocamiento de todas las tiranías si quedara en pie la tiranía de la riqueza para unos y la penuria para otros. Basta que la naturaleza nos arme desigualmente para que con el combate por superarnos, flote triunfante la virilidad, el arte, el saber, etc. Agregar desigualdades artificiales es castrar la mayor y mejor parte de la humanidad. Y aun entendemos que si fuera hacedero el empeño de encumbrar a todos al arte, a la ciencia, a la virilidad, al heroísmo, habría de ser ello el más noble y el más bello de los ideales humanos. No se trata desde luego de la igualdad de cuartel o de convento; se trata de que cada uno tenga a su libre disposición todos los medios de desenvolverse física, moral e intelectualmente del mismo modo que puede tomar a la naturaleza el aire respirable necesario, el sol que lo caliente, todo lo que precise, las fuerzas, en fin, que juzgue indispensables a su existencia. ¿Es esto claro? ¿Puede desear más el más exigente individualista?
Presupone este principio, proclamado por todos los anarquistas viejos, el mismo hecho de convivencia en sociedad. Ciertamente no es preciso que agreguemos nada a la idea de libertad tal como la hemos expuesto. La solidaridad, el libre acuerdo, etc., son modos de designar un método. Porque la vida en sociedad o comunidad es y será siempre un hecho fuera de toda discusión y es claro que por mucha libertad que se goce se gozarán dentro y no fuera de la vida de relación. Y pues que esta vida de relación, que esta vida de sociedad o de solidaridad no es un artificio ni una invención sino una realidad y una necesidad, ¿qué otro método que el de libre acuerdo sería aplicable en el mundo anarquista? Agreguémoslo, por lo tanto, o no, cualquier discusión sería baladí. Libertad y solidaridad vienen siempre aparejadas, como instrumento aquélla, como consecuencia ésta.
Sin método no hay estudio posible, no hay ciencia posible, no hay arte posible, no hay trabajo, no hay vida posible. Anarquía supone método, como autoridad supone subordinación. El método anarquista es el de la libre cooperación mediante acuerdos voluntarios, naturalmente. Lo otro será el entronizamiento de cierto número de individualidades, será lo que se quiera menos la anarquía en acción, o sea la libertad para todos. El principio anarquista implica la coordinación espontánea de los individuos para el trabajo, para la ciencia, para el arte, para la vida, en fin, o no significa nada como no sea el hermoso caos de que nos hablan a toda hora los imbéciles de la burguesía o nos ensalzan algunos que, del natural individualismo anárquico, pretenden hacer una novísima tontología individualista.
No hablamos ni queremos hablar de sistemas cerrados, de más o menos comunismo. Ello ha sido descartado de toda discusión tiempo ha. Cooperación libre, es decir, anarquía: he ahí todo. Y que no se nos venga con los distingos de que en ciertos trabajos se impondrá el comunismo y en ciertos otros el individualismo por el hecho sencillo de que un cuadro no se ejecute por un centenar de pintores y para hacer una locomotora se necesiten un millar de mecánicos. Tales puerilidades acusan una mentalidad muy pobre, denuncian un pensamiento de cal y canto. Y esas puerilidades vienen del lado de los superhombres que han puesto una frontera entre el trabajo mecánico y el trabajo intelectual inventando la categoría ridícula del intelectualismo, como si los demás mortales tuvieran el cerebro para defecar en salvo sea la parte.
Prescindamos de que ningún cuadro, grande ni chico, saldría de las manos del pintor sin la cooperación del que fabrica la tela, del que prepara las pinturas, etc., y de que aun ni el mismo pintor sería algo sin el que le suministra los alimentos, los vestidos, la vivienda. ¿Qué relación puede haber entre el individualismo, como principio, y el hecho vulgarísimo de que para echar unas medias suelas no sea necesario más que un solo individuo? Porque para el caso es tan respetable ejemplo el sapiente zapatero como el melenudo Apeles, salvo el más acabado dictamen de nuestros superhombres.
Por otra parte, ¿no anda por ahí también un poco de preocupación, de hábito, de prejuicio? Cada vez se hacen más difíciles las obras individuales de ciencia. Ya en nuestros tiempos colaboran en una misma faena científica multitud de sabios y cuando una nueva invención sale a la superficie, sería muy aventurado atribuirla a estudios exclusivos del que la presenta. ¿No podría ocurrir lo mismo en el campo del arte? Aun cuando tal o cual obra sea el fruto de un pensamiento individual, y esto ocurre siempre, ¿no podría ser al propio tiempo el resultado de una cooperación necesaria?
Todo ello no significa sino que aun los que más pregonan la libertad, se empeñan en meter la vida por estrechos y tortuosos senderos. Hay campo en la anarquía para todas las formas de trabajo, de acción, de pensamiento. Hay campo para la expresión amplia y libre de todas las modalidades posibles.
Por el momento vamos derechamente a conquistar toda la libertad para vivir a nuestro gusto. Por el momento vamos derechamente a conquistar todos los medios de convivencia social para ser real y efectivamente libres. El resto vendrá por añadidura sin necesidad de determinaciones “a priori” que cierran el paso a posibilidades que no podemos prever.
La anarquía no significa de ningún modo una forma exclusiva de acción, más o menos comunismo, menos o más individualismo. Significa la posibilidad de todos los modos de acción por medio de la total libertad de iniciativas, de procedimientos, de conducta. Podrá haber y habrá, sin duda, una resultante que prepondere, pero sin negar ni destruir cualesquiera otras resultantes. Se trata de la vida en sociedad, producto de millones de libres conciertos. La abstracción a un lado; aquí queremos hablar y debemos hablar de la realidad, del tanto cuanto de cada día, de la práctica simple de la libertad de acción. En el curso del tiempo la evolución hará su camino sin trabas; esto es todo. Hartos de pragmáticas sobre el porvenir, nos reducimos al momento inicial de la anarquía, seguros de que, conquistada la libertad, ella hará su obra. Inútil que desde ahora decretemos fórmulas. Y no es esto renunciar al estudio del desenvolvimiento social presente o venidero. Es afirmar todo lo que conocemos, comprobado por la experiencia, acogiendo con desdén disquisiciones que quisiera hacérsenos tragar como sendas verdades. Nos interesan todos los problemas, pero carecemos de fe para toda solución hipotética. Necesitamos realidades; realidades para liberarnos socialmente. Contentarse con unos trozos de metafísica mejor o peor hilvanados, quédese para los escuálidos de músculos y de cerebro. Los que hablan del hombre fuerte olvidan, sin duda, que la vieja anarquía los quiere tan fuertes, tan equilibradamente fuertes, que no se satisface con menos que verlos recios de músculos y recios de intelecto. Por eso reclama pan, mucho pan, según la expresión gráfica y vulgar, y luz, mucha luz para que el desarrollo individual no caiga ni del lado de las bestias ni del lado de la neurastenia. De brutos y de desequilibrados estamos ya hasta la coronilla.
Si esto es cristianismo, si esto es falsa ciencia, si esto es estática social, imitación, retroceso, nos confesamos los más ignorantes de los hombres. El empleo de ciertas locuciones no autoriza consecuencias a todas luces aventuradas, sobre todo en aquellos que tienen por fetiches la lucha por la vida, la reconcentración egoísta del individuo, del superhombre, etc. Por mi parte, confieso que me es profundamente antipático el proselitismo a golpe de frases. Ellas acusan generalmente toda carencia de ideas. Pero nuestro pobre estadomental explica bien, a quien examine el asunto sin pasión, por qué vale más la terminología de la Revolución social, Huelga general, Felicidad humana, Fraternidad universal, Solidaridad, Apoyo mutuo, que las mismas ideas que encierran. Del mismo modo tiene explicación el hecho de que la mayor parte de las gentes propendan a conclusiones definitivas y que muchos anarquistas hablen como hombres de fe respecto a la futura armonía social, el apagamiento de las pasiones, etc. No creemos en la total realización de la felicidad. No creemos en el amor universal. No creemos en la perfecta solidaridad humana. Y no creemos en todas estas cosas y otras más porque no nos arrastran un falso sentimentalismo por senderos que a la postre nos conducirían al sacrificio de la personalidad y el sacrificio también de la humanidad.
La anarquía no será un paraíso porque el paraíso no es realizable. La anarquía será siempre la vida libre, la vida cómoda y plena lo más posible; siempre más y más cómoda, siempre más y más plena, más y más libre. Sin ninguno de los obstáculos, de las tiranías y de las expoliaciones actuales, cada uno podrá desenvolverse a su placer por todos los órdenes de la existencia. La evolución se hará libre y espontáneamente. Y si la posibilidad de actuar en todas las direcciones no implicara la posibilidad de todas las comodidades, y recíprocamente, la anarquía sería una mentira más, indigna del menor esfuerzo individual o colectivo de conquista. Pero quien dice más y dice menos, dice imperfección, dice naturalmente movimiento, camino recorrido o a recorrer de uno a otro término. ¿Qué otra cosa sino es la vida? ¿Qué otra cosa será en plena anarquía? Movimiento de avance, de mejoramiento, de liberación mayor, no cabe dudarlo, ello será la anarquía prácticamente. ¿Una realización absoluta? ¡Jamás! Eso sería la cesación de la vida por falta de objeto. Por esto es un sueño la decantada felicidad paradisíaca, el amor universal, la solidaridad perfecta de los humanos. La anarquía no supone, no puede suponer la muerte de las pasiones ni la capacidad absoluta de realización. Sabemos muy bien que no caminamos en pos de una sociedad de ángeles y que la libertad no nos hará todopoderosos. Habrá, pues, deficiencias, contrariedades, obstáculos, antagonismos; habrá todo lo que se deriva de nuestra naturaleza limitada e imperfecta. Habrá asimismo imposibilidad temporal o absoluta de realización. ¿Cómo no si el acicate de nuestra existencia es precisamente la lucha con toda limitación y con toda imposibilidad? Solamente los cerebros castrados pueden atribuirnos la tontería de aspirar a un mundo de ángeles en un paraíso de divinidades.
Vamos a la anarquía con hombres de carne y hueso, defectuosos, apasionados, violentos o flemáticos, amorosos o indiferentes. Y vamos a un mundo social de libertad y comodidad sin que pretendamos alcanzar toda la comodidad y toda la libertad. Más allá de la anarquía habrá siempre libertad y comodidad que conquistar. Inexplicable una negativa en labios que proclaman la necesidad de que el hombre se supere a sí mismo.
¿Es cristiano este sentido de la anarquía? Necio, quien tal diga. ¿Qué tiene que ver el más allá religioso, que olvida la vida terrenal, con el más allá de todo indefinido desenvolvimiento humano, físico o moral? Científicamente, y si se quiere metafísicamente, toda realización absoluta es absurda. Fuera, pues, el orden sobrehumano que es en el 38 que únicamente podría asentarse por pretendidas ciencias lo absoluto; no hay más que realizaciones parciales, relativas; caminos a recorrer, movimientos oscilatorios, más o menos; una escalera sin fin por la que van trepando cosas y seres sin alcanzar jamás el postrer peldaño. ¿Hay un término absoluto para toda evolución? Que contesten los que nos tachan de cristianos y anticientíficos.
Será, pues, la anarquía condicionada por circunstancias de lugar y de tiempo; será, pues, la libertad y la solidaridad lo que puedan ser, dados nuestros conocimientos, nuestra educación, etc., del momento; será la felicidad, será el amor entre humanos lo que permita el estado de nuestro propio desenvolvimiento en el curso del tiempo. Y por eso la anarquía no será un paraíso, ni es necesario que lo sea; no querríamos siquiera que lo fuera.
La libertad, toda la libertad para todos; la libertad de “poder” elaborar la dicha propia y la dicha general; la libertad de “poder” emanciparnos interior y exteriormente cada vez más: ésa es la anarquía. Y la libertad no existirá jamás para todos, allí donde todos también no puedan disponer de los mismos medios de acción, allí donde las condiciones de la existencia social favorezcan exclusivismos que se escudan en diferencias naturales que deberían bastarse a sí mismas, ya que tal es su decantado poder. Hay en verdad dos medios de que los hombres se apropien de lo necesario a su existencia. O bien se conciertan para obtenerlo o bien cada uno a su modo se agencia como pueda cuanto necesite. El primer método supone asociación o cooperación; el segundo, si tal puede llamarse, es el asalto a la naturaleza, la lucha a brazo partido por el pedazo de pan. Ya sabemos cómo este segundo procedimiento ha sido aplicado hasta ahora; el tér39 mino de la evolución se llama asociación capitalista y subordinación obrera. El asalto, la lucha no ha podido prescindir de la cooperación, aunque ésta sea voluntaria para un grupo de hombres muy pequeño y forzosa para otro muy grande.
En plena libertad social, ¿qué haríamos? Ciertamente la libertad sería un mito si el individuo no tuviera a su disposición todos los medios de desenvolverse, alimentos, vivienda, vestidos, conocimientos, artes, etc. Pero… y sin “peros” no hay razonamiento posible, no es un individuo solo el que se halla en aquel caso; son millones de individuos y por tanto no se puede decir que el individuo ha de apropiarse, sin ningún género de consideraciones, cuanto necesite para su total integración sino que los millones de individuos presentes o futuros han de tomar lo que precisen donde y como lo encuentren.
Aceptemos el léxico especial de los aficionados a sacar punta a las cosas más sencillas. Pues bien; o los hombres se entienden para el mejor aprovechamiento de lo que está a disposición de todos, o cada uno tira por su lado y a quien Dios se la dé, San Pedro se la bendiga. Este último es el caso de los señores de la reconcentración egoísta del individuo y también de los comunistas aficionados a la filosofía simplista del montón. Las consecuencias son bien llanas. Cada uno tomará lo que más pueda y al paso que algunos lo tendrán todo, muchos no tendrán nada. Finalmente, la mayor parte será víctima del despilfarro de una minoría –ni más ni menos que como ahora– y eso de la integración y de la reconcentración egoísta del individuo y otras inutilidades metafísicas serán música celestial para los millones de individuos que, sin duda, no significan nada para los secuaces de “El Único y su Propiedad”.
Permítaseme que llegado a este punto haga gracia al sentido común, al buen sentido de los ignorantes que como yo, uno de tantos, no comulgan con las aberraciones de la neurastenia, haga gracia digo, de mayores razonamientos. No son necesarios.
Para disponer de los frutos del campo será menester que contemos con los campesinos. Para disponer de las viviendas, de las telas, de las máquinas, etc., será preciso que nos entendamos amigablemente, muy amigablemente, o muy pronto no tendremos ni máquinas, ni telas, ni viviendas, ni frutos de la tierra. La producción es imposible sin el concierto de millones de voluntades. Y si se habla de la producción que baste, por lo menos a satisfacer todas las necesidades, la imposibilidad crece de punto. Para que cada uno pueda desenvolverse en el mayor grado, habrá de asegurar primeramente los medios adecuados a tal desenvolvimiento o bien conformarse a que la mayor parte se quede en ayunas. Así, lisa y llanamente, sin más honduras filosóficas, hay que plantear la cuestión. La libertad es ante todo una cuestión de pan, por mucho que lo sientan los que quisieran alimentarnos de rayos de luna y puestas de sol. El problema es ante todo un problema de nutrición, pese a la andante caballería del neoindividualista. Un animal, un simple animal primero, eso es el hombre; después todo lo que se quiera. Pues resolvamos aquel problema y todos los demás quedarán resueltos. Porque asegurar los medios desubsistencia en un mundo de libertad es posibilitar a todos los hombres el desenvolvimiento pleno de sus individualidades, que es precisamente el credo de la vieja anarquía. Toda la libertad será necesariamente, fatalmente, cooperación voluntaria, libre acuerdo, solidaridad humana. En el concierto libre de las voluntades estriba la independencia de todas las individualidades.
La cooperación no impedirá sino que facilitará la integración individual. Tan solo, tan aislado como quiera podrá vivir quien quiera. A los que la multitud moleste con su tufo de rebaño, nadie irá a sacarlos de su torre de marfil. Hasta para la masturbación intelectual habrá espacio. Y también compasión.
Hagamos un paréntesis para decir, por si es necesario, que no sólo de pan vive el hombre. La más grande parte de la vida humana pertenece a los afectos, a los gustos, al arte, a la ciencia. Vivimos más por el cerebro y el corazón que por el estómago, sin olvidar que sin estómago no hay siquiera individuo. Y porque millones de hombres son apenas algo más que bestias que comen y trabajan, el anhelo de felicidad, de libertad, de justicia; la sed de los goces elevados que la ciencia y el arte suministran, toman en las almas sencillas de la multitud –y vaya por delante mi repugnancia a tal lenguaje– formas de religiosidad que sueña en lo absoluto. ¿Cómo no, cuando se relaciona la vida plena que se entrevé con la vida mísera que se sufre? Hartos de odios, deliran con el amor universal humano; hartos de luchas, con la más grande y hermosa de las hermandades; hartos de violencias, con la más paradisíaca de las paces. Ignorantes, de presente, hasta la bestialidad, se antojan futuros sabios infalibles, artistas consumados. Sueñan en un mismo punto y en un mismo instante la realización de todos los inaccesibles ideales. Habla, sí, el sentimentalismo infantil y habla fuertemente. Dejemos que también los niños laboren por el porvenir. Y entre tanto, cultivemos su inteligencia iluminándola con las realidades de la ciencia, no atiborrándola de pócimas mortíferas de charlatán de plazuela.
Nosotros cantamos a la ciencia y al arte el himno de nuestros más vivos entusiasmos y, a poder hacerlo, desde ahora socializaríamos con el pan todos los goces y todos los conocimientos. Porque queremos la plenitud de la vida afectiva y del pensamiento, aplicamos nuestras fuerzas a la realización de aquella forma de vida social en que tal plenitud sería posible.
Mas cuando nos salen al paso pretendidos filósofos o envanecidos sociólogos, literatos y artistas de guardarropía que, como en los anuncios de cuarta plana de la prensa rotativa, nos endosan cada cuatro palabras un elogio a la ciencia o al arte y derrochan en exceso los adjetivos derivados, sentimos tentación vivísima de enviar a la porraa la ciencia, el arte, los científicos y los artistas. Todo ello es música celestial para embobar incautos o recrear imbéciles.
Y a pesar de nuestras aficiones al estudio y a pesar de nuestros gustos artísticos y a pesar también de nuestro entusiasmo por la gran obra del progreso humano, nos sentimos entonces cada vez más pueblo, cada vez más multitud y nos parece ver alzarse fuertes y amenazadores los brazos vellosos de los supuestos subhombres que, en su brutalidad ciega que destruye y crea, son el sostén de toda la pandilla de necios infatuados que no hallan mejor modo de considerarse grandes que achicando extraordinariamente cuanto les rodea.
Concluimos. La anarquía oscila entre dos abismos. De una parte el culto a la violencia por la violencia misma; de otra la adoración fetichista del yo escueto en la absurda soledad de una libertad mentida. A fuerza de proclamar la rebeldía y la revolución, hay quien ha pensado que era justicia en el obrero todo lo que reputaba injusto en el burgués y, paso a paso, se ha caído en la justificación del sacrificio humano. El viejo jacobinismo resurgió en las luchas de nuestros días y por la salud del pueblo se hizo la apología del asesinato. Del mismo modo, a fuerza de ensalzar la libertad individual, el derecho autónomo del hombre, se ha creído que todo lazo de solidaridad entre humanos era un atentado a la individualidad y que fuera del absoluto y egoísta yo no había realidad ni vida posibles. De un lado y de otro se da la razón a los poderosos y avisados que nos diezman y nos explotan. En defensa propia, y por su propia justificación mata la burguesía y roba la burguesía; por la suprema ley de su individualidad irreductible, el tirano, en cualquier forma, gobernante o sacerdote, soldado o magistrado, asesina, esquilma, encarcela, explota, hace, en fin, y hace bien, conforme a la tesis individualista, cuanto quiere y como quiere. Todos los esfuerzos hechos por una filosofía humana que ve hacia afuera precisamente porque sabe reconcentrarse en sí misma la soberana razón, quedan declarados nulos después de esta vuelta bárbara al derecho del más fuerte por su astucia, por su crueldad o por su vio44 lencia. Cuando se había creído que la finalidad del progreso humano era la sofocación de la bestia en el hombre, he aquí que la bestia resurge práctica y teóricamente. Y si en la sucesión histórica de nuestras luchas se halla explicación para todas las exageraciones, incluso la que pregona la matanza sin objeto y la que proclama el aislamiento egoísta, no hay nada que las justifique y que hable a la razón de una sombra de equidad, de humanidad y mucho menos de libertad.
Los desbordes de la pasión y del pensamiento son fruto corrosivo de un mundo de odios donde se lucha a dentelladas y ese fruto ha venido del anarquismo, del lado de la fuerza obrera, del lado de allá del elemento popular que sin sutilezas de ninguna especie está en marcha hace ya un tiempo hacia un mundo que son incapaces de comprender los que serían seguramente incapaces de vivirlo.
Un poquito de atención lo merecen hasta los mayores desatinos de la inteligencia, porque casi siempre encierran algo de verdad que se escapa a los mecanismos que los formulan. Pero para desatinos que revelan concupiscencias y vanidades, orgullos y soberbias de impotentes, un poco de desdén es indispensable.
Somos de los que creen que el anarquismo debe volver sobre sí mismo huyendo de quintas esencias que, además de no conducir a nada práctico, tienen la propiedad de extraviar las cabezas más firmes. Y si siempre es conveniente poner freno a las demasías del charlatanismo que habla a tontas y a locas de lo que no entiende, mucho más lo es ponerlo a los excesos de la petulancia que se infla con palabras e ideas resonantes pero faltas de médula.
Por la anarquía afirmamos que la vieja tendencia de la revolución clásica ahogará, sin grande esfuerzo, esas notas disonantes en que parecen complacerse gentes que tienen oídos reñidos con la armonía plácida del arte de las artes.
No hay abismo en que pueda precipitarse lo que es resultado positivo de la evolución humana. La anarquía, la vieja anarquía, triunfará de todos los perros que le ladran al paso. Síntesis amplísima de los dos términos, al parecer contrarios, en que el hombre libra su existencia y la humanidad perdura a través de todas las aberraciones, la anarquía es al propio tiempo libertad y solidaridad, equilibrio inestable, resultante continua de atracciones y repulsiones en que la vida oscila, en que vibra la existencia como vibra la materia en el seno de la armonía universal.
Símbolo de símbolos, representación vívida de todas las cosas, es el ideal que se ensancha, que se engrandece a medida que a él nos aproximamos. No hay límite ni valla; no hay molde ni fórmula que pueda contenerlo porque tiene una expresión ilimitada: el ilimitado progreso del individuo y la especie.
Es así como entiende la anarquía un viejo anarquista, bastante joven para no dejarse atrapar en ninguna malla por los pescadores, más o menos hábiles, del intelectualismo en boga.
«Por la anarquía», Natura, 46, 343-346
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