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Del amor: Modo de acción y finalidad social
I
El imperativo «amaos los unos a los otros», repetido durante siglos, es todavía hoy precepto incumplido sin consecuencia alguna en la vida práctica. Se predica el amor, se pregona a los cuatro vientos la necesidad de que los hombres se emancipen y rediman por la mutualidad de los más bellos afectos, pero la existencia entera es hoy, como ayer, inmenso campo de odios y rencores inextinguibles.
El cristiano que manda amar al prójimo con igual intensidad que cada uno se ama a sí mismo, tanto como el demócrata y el revolucionario que ordenan la fraternidad humana, mienten sentimientos a que no hacen plaza los bárbaros términos de la lucha por la vida en las sociedades sedicentes civilizadas, y engañan y se engañan con, la expresión de un imposible categórico en el mundo social de los que combaten sin tregua por el egotista exclusivismo individual. Moralistas y filósofos, creyentes y ateos predican la paz en medio del furioso estruendo de la guerra. Son admirables, pero sus predicaciones se asemejan a consejos de templanza y de cordura en una casa de dementes.
En el estado actual los hombres o son indiferentes los unos para los otros o se odian entre sí porque opuestos intereses, en lucha abierta, los hacen enemigos y borran todo rastro de humana hermandad.
No obstante todas las predicaciones fraternitarias, pese a la tendencia de la especie humana a confundirse en estrecho y cariñoso abrazo, la barrera infranqueable del odio se levanta entre los hombres, los pone a unos enfrente de otros y los lanza a la lucha desesperada por el mendrugo que falta, por el placer no gozado, por el guiñapo que abriga o engalana el cuerpo, No hay cuartel en este furioso combate por la existencia, donde, si vence el más fuerte, jamás triunfa el mejor, donde hay laureles para la astucia, para la barbarie, para el crimen, para todo, menos para la bondad; donde únicamente estorba, para ganar la batalla, la hombría de bien. Los hechos de experiencia, brutalmente reales, no harían sino arrojar densas negruras sobre el cuadro.
Que edifiquen cuantas teorías quieran acerca de la selección y del dominio de los más fuertes, aquellos que han puesto la ciencia al servicio de los bribones triunfantes: en realidad, de verdad, el mundo social pertenece por derecho de baratería a los granujas enclenques, a los astutos de la inteligencia, a los imbéciles con puños de bárbaro y visitas al presidio. El hombre bueno, honrado capaz de amar y de hacerse amar, abnegado y generoso; el hombre en plena salud física y moral, apto para formar la sociedad de hermanos donde la vida individual se identifique estrechamente con la vida de la comunidad, es, en este mundo de odios engendrados por el bandidaje gubernamental y capitalista, la materia prima de la servidumbre, condenado a permanente miseria, siempre vencido en el rudo combate por los goces de la existencia.
Y no levantaremos nosotros ahora teorías frente a teorías, porque allí donde la estrechez dogmática y doctrinaria no haya penetrado, donde la observación desapasionada tenga libre el campo y por encima de los castillos de naipes de los sistematizadores filosóficos, políticos o religiosos se ponga el simple sentido común, un poco de esa razón general no sujeta a reglas, tan desagradable a los fatuos de la- galiparla científica, brillará con luz clarísima la certidumbre del imperio de los malvados y la derrota bárbara y sangrienta, de los hombres de bien, los verdaderamente fuertes por su físico y por su moral.
La evidencia de la derrota demuestra, al propio tiempo que la falsedad de ciertas generalizaciones científicas, la ineficacia actual de las predicaciones fraternitarias, y patentiza que no basta ni bastará jamás que se decrete el amor desde arriba o se le imponga desde abajo, que se establezca ni como precepto ni como filosofía. No hará el amor la felicidad humana, porque los hombres no pueden amarse. Y así como sería infecundo todo mandato de bienestar común donde algunos tienen lo superfluo y los demás carecen de lo necesario, quedará constantemente incumplido el precepto «amaos los unos a los otros» mientras la común solidaridad, mientras el bienestar de todos no sean establecidos sobre la tierra.
No obstante la realidad abrumadora de los hechos, se afirma una y otra vez la posibilidad de la emancipación por el amor. Reaccionarios o revolucionarios, surgen en todos los partidos apóstoles del amor. La fraternidad es para muchos el medio único de alcanzar la transformación social. Para no pocos el amor es la sola y verdadera finalidad humana. Todos padecen un poco la influencia del espiritualismo cristiano, reavivado en estos últimos tiempos como postrera esperanza de paz entre los hombres.
El amor como medio de acción social es absurdo e imposible. Si quien sienta anhelos de emancipación pretendiera por el amor alcanzar la realidad de sus sueños, veríase muy pronto constreñido a la renuncia de toda actividad reformadora. Cualquier deseo de mejoramiento se estrellaría en la oposición de los intereses que no se someten, que no se han sometido casi nunca ni se someterán jamás a los mandatos de cualquier clase de afectos. El interés no tiene más regla que el cálculo, no tiene más ley que la inflexible ley de los números. Es extraño a todo género de pasiones, y cuando el provecho particular de un particular interés, surge en la contienda humana, el amor se reduce a cero. Si alguien intentara sofocar por el amor la gritería de los egoísmos en lucha, sería prontamente arrollado
El mundo social vive, se desenvuelve y progresa o retrocede en el materialismo económico, ¿A qué quedaría reducida la acción de los hombres sobre el mejoramiento de la existencia, si el amor se interpusiera en la lucha entablada? ¿Se pretendería acaso ahogar en el amor la acometividad de los combatientes sin destruir la causa principal de la guerra? En fuerza de amar, la servidumbre persistiría eternamente y la humanidad sería una continua caída. Tal vez se piense que por el amor, también la riqueza y el poder renunciarían a sus prerrogativas. Diez y nueve siglos de predicaciones fraternitarias y comunistas, diez y nueve siglos de propaganda cristiana, no han producido más que la exaltación de las mayores concupiscencias, la exaltación del afán de riquezas y de poderío, la constitución, en fin, de un poder más, rico y fuerte: el poder religioso. Las comunidades cristianas, en abierta oposición con su doctrina, no se fundan en el amor, descansan en el interés; interés de proselitismo, interés de conquista, de poder civil y moral, En contradicción con sus propios principios de renuncia y de sacrificio, practican el egoísmo, y entre sí debaten más por la conquista de los cuerpos y de los bienes que por la de las almas. ¿No se les ve todos los días disputándose la hegemonía de la Iglesia y el dominio exclusivo de la grey católica? La misma Iglesia ¿no es una jerarquía incompatible con el amor? ¿No hay en su seno verdaderas castas, proletarios y grandes dignidades, pobreza abajo y ostentación y boato arriba? El catolicismo es un verdadero poder político que ambiciona el dominio total del mundo.
Las sectas cristianas, nacidas de la protesta, son a su vez agrupaciones profundamente egoístas que trabajan para sí, se organizan separadamente y tienden a constituir poderes de exclusión. Luchan, como las comunidades católicas, por su sola existencia y por su propio y particular dominio. La teoría queda anulada como práctica y como principio. Son precisamente los cristianos los que muestran la imposibilidad del amor, son los que con su conducta pregonan el fracaso total del «amaros los unos a los otros».
¿Y qué diremos de los efectos de la predicación cristiana, parafraseada por la filosofía de la revolución, sobre el mundo profano? los evangelios y la enciclopedia no hicieron por el amor humano tanto como lograron despertar el espíritu bárbaramente sectario que se alimenta de sangrientas represalias. El más manso de los cristianos resucitaría de buena gana los tormentos de la Inquisición. El más moderado de los revolucionarios levantaría con agrado de nuevo la guillotina. Por el bien de la humanidad, por el amor al prójimo tienen la cabeza llena de ideas crueles, el corazón repleto de bárbaros deseos. Ciegos en su fanatismo, no comprenden la impotencia de todas las filosofías para salvar el abismo de las grandes desigualdades que engendra el odio, el rencor, y hacen de cada hombre un malvado; no comprenden que en tanto no sea destruido todo lo que divide, todo lo que provoca el estado de guerra, el amor será extranjero sobre la tierra.
La acción social del amor no es, por tanto, solamente imposible: es también absurda. La experiencia lo ha demostrado a los doctrinarios del tiempo viejo. A los idealistas del tiempo nuevo habrá que recordarles que el amor, expresión del sacrificio voluntario, de la conformidad y del dolor, no puede hermanarse con el deseo de mejoramiento y de bienestar para la humanidad entera.
Es evidente que el mundo marcha impelido por la acción contraria de sus componentes; que todo mejoramiento no es sino el resultado de la lucha de intereses opuestos, ya que esta oposición existe y sólo cede a las exigencias y a la acción resuelta de los que luchan por el bienestar y por la justicia. Toda reacción social es producto del choque de los antagonismos subsistentes. Si subsistiendo estos antagonismos el amor interviniese, no lograría otra cosa que la paralización de las acciones y reacciones en virtud de las que el mundo se desenvuelve. El amor no es, pues, del reino del privilegio y de la desigualdad.
Sería necesaria una suprema reacción que extinguiese los bárbaros antagonismos del interés para que el precepto «amaos los unos a los otros» se trocase en hecho.
En la realidad ambiente no caben términos medios; no hay forma de acomodar las verdaderas necesidades del espíritu humano a la brutalidad de los egoísmos en lucha. Nulo es el amor como elemento de acción social, porque la fuerza no se rinde jamás a los halagos del sentimiento; nulo porque el poder y la riqueza ciegan todas las fuentes de la afectividad humana. Pedid al Estado que considere, amoroso, vuestras cuitas, y tal vez os dispense una obra de caridad, nunca un acto de justicia. Pedid al capitalismo triunfante una migaja de reciprocidad para vuestros anhelos fraternitarios, y os responderá con la dura ley de su tanto por ciento u os atará más fuertemente a la servidumbre, ofreciéndoos el mendrugo de la participación que en último término le asegura el concurso de vuestra fuerza alquilable y la explotación tranquila de vuestra actividad. Id a la fuerza armada con delicadezas de humanidad y sonatas al amor universal, y haced que el plomo de las balas se trueque en fino y suave algodón, Buscaréis al hermano y daréis de bruces con el asesino. Si no cedéis, si no os sometéis buenamente, la fuerza os obligará, y entonces aprenderéis a amar como el perro ama a su dueño, con fidelidad de esclavo, con servilismo de paria. Rebelarse, apelar a la acción resuelta contra un estado social que hace de los hermanos feroces enemigos, de los hombres bestias, es incompatible con las tardías predicaciones del precepto cristiano.
El Estado es órgano necesario de antagonismos irreducibles; existe para mantenerlos y hacer respetar a las multitudes el derecho de una minoría privilegiada a gozar de los dones de la naturaleza y de las ventajas especiales que artificialmente crea una organización adecuada a los fines de su particular interés. El Estado no se rendirá, por tanto, al amor porque no se rendirá a la justicia, condición indispensable de la fraternidad. Si se rinde a la caridad, exige como secuela la obediencia pública, la resignación; y obra más en beneficio propio que por el bien ajeno, aparentando dispensa de favores cuando aleja un peligro inminente o desvanece otro remoto. Las instituciones de beneficencia son, para el común de las gentes, resultado de un piadoso sentimiento humano; para el Estado no son sino un cálculo, porque carece de facultades afectivas y es la más ruda expresión del interés; porque es una máquina trituradora con engranajes de acero y alma de granito; porque el Estado es el mal.
Estado y capital son como una sola personalidad de la que el estado fuera el esquema, y el capital la carne y los huesos de ese esquema. El estado es la forma artificial y artificiosa, el andamiaje del capitalismo, cuyo brazo ejecutor es la fuerza organizada. El capital da o pega al que pide y al que exige, según su interés del momento. Vence los obstáculos o por la limosna o por la violencia, jamás por el derecho. Si previene a tiempo las dificultades, goza apacible los beneficios de su obra meritísima a la vista de los papanatas que le rinden pleitesía porque bondadoso se digna alquilar sus brazos. Si las dificultades le sorprenden, corta el nudo con su espada y allana prontamente su camino aplastando a lo víbora.
¿Y se pretende que Estado y Capital se amansen por el amor, que rindan un día sus armas, sus intereses, sus privilegios a los pies de la multitud hambrienta y desnuda, por la simple persuasión fraternitaria?
* * *
Esperad, más bien echados que sentados, proletarios del mundo; esperad, todos los desposeídos, los miserables; esperad, los que lucháis por emanciparos, ansiosos de bienestar, de goces, de instrucción y de amor. No os predicaremos, no, el odio; que harto lo provoca la bárbara división social impuesta por la codicia de unos y soportada por la cobardía de otros; no os predicaremos ideas de rencor, que bastantes rencores llevamos almacenados en el fondo de nuestro organismo, diluidos en la sangre que corre por nuestras venas merced a siglos y siglos de crueles martirios, de inhumanas torturas. A ser posible extinguiríamos en todos los hombres hasta el último residuo de esa herencia bestial, de esa herencia de crímenes interminables. Redimíos, sí, por el amor de vosotros mismos y por el amor de los otros; emancipaos cuanto podáis de la herencia maldita; haceos buenos, nobles, generosos y justos: por vosotros mismos, por vuestro propio respeto y por la humanidad que viene. Limpiad la basura hereditaria; despojaos (por las más puras prácticas de la afectividad y más altas de la inteligencia) de los últimos residuos de la animalidad primitiva; pero cuando queráis amar, amar a todos los humanos con amor inextinguible, se levantará ante vosotros una valla insuperable: la valla de la desigualdad, que os hace esclavos, de la miseria que os embrutece, de la ignorancia que os atrofia. Y entonces se os aparecerán los espectros del mal con sus burlas y sus sarcasmos provocadores; se os aparecerá el gobernante que dispone de vidas y haciendas, el capitalista, que estruja sin piedad vuestros huesos, el cura que emponzoña vuestros cerebros, el juez que decreta a sangre fría vuestro suplicio o vuestra muerte, el polizonte o el soldado que amenaza con su espada y con su fusil, el comerciante que os roba y el curial que os enreda para mejor entrar a saco en el peculio ajeno; y todos juntos, como jauría de lobos, se lanzarán sobre vosotros, y a furiosos dentellones os arrancarán la última ilusión, la postrera esperanza de emanciparos por el amor. Y entonces también caeréis en la cuenta de que es fatalmente necesario, para emancipar al mundo, la acción perseverante y continua de todas vuestras facultades, de todos vuestros sentidos, de todas vuestras fuerzas, dirigidas a vencer y sojuzgar la maldad social, destruyendo definitivamente cualquier forma de expoliación, de esclavitud, de subordinación y de desigualdad subsistentes; caeréis en la cuenta de que al final de esa acción perseverante, tenaz y porfiada, habréis de apelar a la fuerza, porque la fuerza sometidos os tiene y porque frente a vuestra constante acción emancipadora se alza arrogante la acción poderosísima de los derechos adquiridos, de los privilegios tradicionales, de las monstruosas desigualdades que hacen imposible actualmente todo acuerdo y toda hermandad entre los hombres. Por doloroso que os sea, por mucho que os repugne la violencia, por terribles que os parezcan sus consecuencias, comprenderéis y aceptaréis la fatal necesidad de una revolución profundísima que cambie radicalmente los fundamentos anacrónicos del mundo social, revolución que por el establecimiento inmediato de una nueva y libre comunidad, permita el desenvolvimiento armónico de los individuos y de los pueblos.
Si así lo entendiereis levantaos prontamente y poned manos a la obra, que el tiempo apremia; juntaos en falange poderosa los oprimidos, y por el amor de los demás no os durmáis en la contemplación del ideal de justicia, que la acción es el verbo de la Revolución Social que se avecina.
II
El pujante avance del socialismo revolucionario, su poderosa acción dirigida contra el estado social presente, ha determinado entre literatos y filósofos una tendencia de reacción hacia las doctrinas del amor cristiano. Algunos, pretendiendo vivir en su tiempo, se han dicho resueltamente socialistas, no sin aportar al socialismo el bagaje de las ideas tradicionalmente burguesas. De este ayuntamiento extraño ha resultado el eclecticismo imperante que atiborra el cerebro popular de misturas ideológicas indigestas y obscurece el horizonte de las aspiraciones revolucionarias.
De todos lados han partido voces de humanidad, de paz y de amor. Se ha proclamado el derecho de los pobres a la vida y a los goces de la vida; se ha reconocido su beligerancia política, ensalzándolos y enalteciéndolos. El arte se ha dignado recordar que hay grandeza en la pobreza. Se poetiza mucho, se discurre poco. Por eso resultan prácticamente nulos los esfuerzos del neomisticismo sociológico; porque se trata de una simple corriente de simpatía, no de una actividad racional racionalmente dirigida. La eficacia del remedio corresponde a la naturaleza de la sensación del mal. Es necesario que la redención se fíe a la magnanimidad de los poderosos, a la beneficencia organizada y a la instrucción y bondad del pueblo. Es, en fin, preciso esperar a que el amor obre el milagro. Volvemos otra vez y siempre al cristianismo, a la resignación, a la conformidad y al amor.
Todos los sabios de la cátedra, todos los literatos y filósofos que han enarbolado la bandera que el abate Froment plegó con el derrumbamiento de sus infantiles ilusiones de creyente, olvidan o quieren olvidar la inutilidad de sus predicaciones para cambiar la naturaleza de las cosas; olvidan o quieren olvidar que hablan a intereses antagónicos, que no se llenan los estómagos vacíos ni se desvanecen los vapores de la hartura con peroratas fraternitarias, que no se modifica al hombre por el mandato de un cambio necesario. Los sabios de la cátedra, los filósofos y los literatos se han planteado el problema prescindiendo de los datos en función de los cuales únicamente la incógnita puede ser despejada. Han prescindido y prescinden de la propiedad individual, origen de la miseria; del poder organizado, causa de la esclavitud política; de la enseñanza oficial, coeficiente obligado de la ignorancia popular.
La paz, en tales condiciones, sólo es posible mediante la resignación de los de abajo. La caridad de los de arriba no dará más que apariencias de sosiego, paliará el mal, pero carece de eficacia para destruir la desigualdad social.
Se plantea la cuestión, una vez reconocida la existencia del problema, con el propósito de hallar los medios de que todos los hombres entren en el pleno goce de la existencia, de que todos disfruten de bienestar y de libertad; y la cátedra, la filosofía, la literatura, responden al estruendo del aldabonazo del pueblo reconociendo la justicia de la reivindicación y la necesidad de satisfacer perentoriamente las demandas de los miserables. Mas ¿qué hacen? ¿Proponen el allanamiento de todos los obstáculos? ¿Obran, en consecuencia, trabajando por la destrucción de las causas del mal? ¿Analizan estas causas y establecen la injusticia de la propiedad, del salario, de la legislación y del gobierno?
Los más resueltos se conforman con puras abstracciones. La igualdad paréceles admirable; la libertad, hermosa; la justicia, el supremo ideal humano. Y a renglón seguido se esfuerzan en meter en el odre viejo de la organización social presente sus ideales del mañana, sin percatarse de que el contenido real de la igualdad, de la libertad y de la justicia es incompatible con este orden de jerarquías, privilegios y coacciones imperante.
Claman en desierto si piden al Estado leyes protectoras, igualdad en la distribución, justicia en las relaciones sociales. Claman en desierto si a los ricos exigen bondad y caridad, resignación y mansedumbre a los pobres. Claman en desierto si pregonan la necesidad de resolver el conflicto por medio de la amistad entre todos los hombres. Lo repetimos: el concurso del que manda y del que obedece, del capitalista y del jornalero para la obra de la paz es simplemente absurdo. No puede haber entre ellos ecuación de equidad.
El proletario sabe bien que no puede amar en la sumisión; que no puede rendirse al cariño, a la fraternidad con el que le explota; que no puede considerar como a hermano al que le acuchilla. Sabe que todas las leyes, aun cuando lleven lo etiqueta socialista, dejarán en pie la propiedad privada y el gobierno.
«Escribiréis en vuestros códigos cuantas veces queráis la igualdad, la libertad y la justicia; pero como no suprimiréis ni al propietario, ni al legislador, ni al magistrado —dice el jornalero— continuaré sometido al que manda, al que explota y al que juzga, y seré siempre inferior a ellos, condenado, antes y después, a la resignación que me esclaviza y a la miseria que me aniquila. No, no podré amar al déspota, y os regalo todas vuestras lindezas retóricas. Quiero la igualdad positiva de condiciones, la libertad completa de acción, la justicia que me permita y permita a todos la satisfacción de las necesidades reales de la existencia: necesidades de pan, necesidades de instrucción, necesidades de arte. Estoy harto de vuestras metafísicas, de vuestras sutilezas teóricas, de vuestros acomodamientos estériles. Podéis romper vuestros códigos y vuestros decretos, que, aun cuando ellos contuvieran el mandato terminante de la libertad, de la igualdad y de la justicia, serían prácticamente tan ineficaces como lo ha sido hasta el día el precepto cristiano del amor. Son los hechos y las cosas los que hay que atacar resueltamente, no sólo su representación».
La lógica popular parecerá brutal a la sabiduría de cátedra, pero es harto más científica y positiva que sus sofísticos escarceos a beneficio de lo existente porque a priori lo supone inmutable y eterno.
Trátase, en efecto, puesto que el mal existe, de indagar sus causas y de establecer para todos los humanos un régimen de bienestar y de independencia. Es elemental que aquellas causas no residen en éstas o las otras leyes, porque con todos los códigos del mundo el mal persiste. La ley misma no es más que uno de tantos productos del radical antagonismo de origen en que la organización de los pueblos descansa. La vida política es a la existencia real de las sociedades como una superficie modelada a capricho que no afecta a la naturaleza interior, que no revela, sino más bien oculta, la entraña misma del cuerpo, del sólido modelable. Es en ella todo aparato, exteriorización, espejismos. Los graves problemas, los profundos males que a la sociedad agitan, pertenecen a la vida real, efectiva, íntima; pertenecen a la vida del trabajo, de la ciencia y del arte. Los dramas y tragedias de la pasión, de la miseria y de la riqueza, las luchas de la inteligencia, todo es ajeno a la política, que todo lo ignora en su idiotez incorregible. Quien juzgara por el aparato de la cosa pública la existencia de un pueblo, cometería gravísimo yerro.
En la realidad económica es donde hay que buscar las causas del mal. Y en la realidad económica la propiedad privada, su sistema de expoliación, se ofrece a todo espíritu medianamente culto, medianamente recto, como causa primera de la desigualdad y de la injusticia. No entraremos en discusiones superfluas. Hombres de todas las ideas, desde los teólogos hasta los más ardientes revolucionarios, han condenado esa gran iniquidad que labra el bienestar de unos cuantos con la miseria del resto de la especie, que ha creado con su completo desenvolvimiento el proletariado, forma atenuada de la esclavitud y de la servidumbre.
No es la propiedad, como pretenden sus defensores, el resultado final de la evolución histórica. No es el término necesario de un desenvolvimiento fatal. No es la plenitud del derecho individual, puesto que no es susceptible ni capaz de generalización. Es un producto circunstancial de todos los tiempos, puesto que en todas las épocas ha existido con caracteres más o menos exclusivistas. ¿Cómo nace? ¿Cómo se desenvuelve? Por la conquista, por el derecho del más fuerte. Un vistazo a los autores que del asunto se han ocupado llevará el convencimiento al ánimo de los más reacios. Y este paréntesis, en que pondremos a contribución, los Letourneau, Spencer, etc., será provechoso para el lector, aun cuando pertenezca a la élite de la cátedra y del saber.
Volveremos prontamente a nuestro tema.
No obstante ser la comunidad la forma de la propiedad generalmente adoptada por los hombres primitivos, buen número de hechos prueban, sin réplica, que la propiedad individual no es en modo alguno el signo o sello de una civilización avanzada. Tales son las palabras de uno de esos autores que no advierten la contradicción en que incurren al asignar a la propiedad individual carácter evolutivo o más bien en presentarla como término de la evolución humana.
Citemos hechos. En la Oceanía diversas razas muestran gran afición a la propiedad individual. En Australia y Nueva Caledonia está muy generalizada. En general, las razas melanésicas son precozmente individualistas. Del mismo modo existe en algunas zonas del África la propiedad individual aun cuando teórica y aparentemente prevalezca la forma comunista. En la parte ecuatorial de este continente, la facultad de cultivar el suelo parece abandonada a capricho de cada uno. Según, las ideas musulmanas, el suelo pertenece al soberano pero prácticamente se quebranta sin escrúpulo la teoría. En Egipto una porción del suelo queda a la libre disposición de los propietarios, y otra es sólo poseída en usufructo por los agricultores, quienes no tienen el derecho de transmitir sus bienes sin autorización del soberano. En la Argelia musulmana existe la propiedad del Estado, la de las corporaciones religiosas, la de las comunidades o tribus y la de los particulares, reservándose la tribu el derecho eminente.
También en la Polinesia hay tres modos de poseer: la comunidad de la tribu, la comunidad familiar y la propiedad individual. Esta última ha alcanzado gran desarrollo en diversas regiones. Existe la organización feudal de la propiedad, basada en la conquista, en las islas Sándwich o Hawai y en Taití. En esta última impera el derecho de testar muy semejante a la forma romana, pero coincidiendo con un estado social bien retrasado.
Entre los mongoles nómadas y pastores, los rebaños son poseídos por grandes propietarios, aun cuando todos los individuos del grupo están interesados en la explotación por el reconocimiento del derecho a un mínimo fijado por la naturaleza de sus necesidades. Es éste un buen ejemplo de la moderna participación en los beneficios que como panacea ofrecen algunos ilustres burgueses civilizados.
La transmisión hereditaria, en forma distinta a la romana, existe también entre los tártaros. Invierten el derecho de primogenitura. Cuando el primogénito llega a ser mayor de edad abandona la choza familiar con los ganados que el padre tiene a bien concederle. Después los bienes patrimoniales pasan al más joven. Esta costumbre se encuentra también en algunos distritos de la India y ha existido en Inglaterra.
La América anterior a la conquista ha dado asimismo su tributo a la propiedad individual. La organización del imperio azteca descansaba sobre el sistema feudal. El dominio eminente pertenecía al emperador, y éste concedía feudos a sus protegidos a cambio del concurso de sus buques armados y de su dinero. Esta organización era bien diferente de la del Perú.
La antigua China estaba dividida en comunidades que se administraban por sí mismas, pero poco a poco los pastores se alzaron con los rebaños, usurparon los jefes las heredades y los soberanos concedieron feudos; y, como en muchas otras partes, surgió la propiedad individual por el robo y la expoliación. La propiedad se individualizó en China a causa de una serie de violencias y usurpaciones a las que no es ajeno el emperador con sus confiscaciones por falta de pago de los impuestos y por los llamados crímenes de Estado.
El origen de la propiedad individual es en el Japón excesivamente brutal, pues descansa por completo en el derecho de conquista. El feudalismo fue establecido en el Japón de una manera asaz violenta por los primeros habitantes mongoles.
Si venimos a tiempos más próximos y pueblos mejor conocidos, Grecia y Roma nos ofrecen el ejemplo más palmario de la muerte de las instituciones igualitarias por la depravación de las costumbres y la fiebre de las riquezas que engendra la propiedad individual. Latifundia perdidere Italiam. La gran propiedad devora a la pequeña hasta el punto de que en ciertas provincias el ager publicus es acaparado por algunas familias. La mitad del África romana pertenecía a seis propietarios a quienes hizo dar muerte- Nerón. Inútil decir que el resto de Europa siguió la irrupción del egoísmo. El régimen feudal sustituye en la mayor parte del continente a los clanes primitivos, bárbaros, según la nomenclatura corriente, pero más o menos demócratas e igualitarios.
La gran empresa del acaparamiento de los bienes comunes es coronada por el imperio preponderante del derecho romano y por la Revolución Francesa, punto de partida del actual régimen capitalista-industrial. Y he ahí toda la pretendida evolución del individualismo reducida a una porción pequeña de la humanidad. Para nuestros clásicos, toda la especie se resume en la raza que puebla Europa y buena parte de América. Toda la historia es nuestra historia, toda la ciencia, nuestra ciencia, y todas nuestras prácticas, brutalmente egoístas, son la resultante sabia, sin discusión, de un largo y penoso desenvolvimiento de la humanidad entera.
La gran diversidad de prácticas posesorias en todas las partes del mundo, la multitud de pueblos donde la propiedad individual ha surgido muchos siglos y en distintos tiempos, por la guerra, por la conquista, por la violencia o por la astucia siempre, dejando, no obstante, grandes soluciones de continuidad, prueban evidentemente que la propiedad individual es, como hemos dicho, un producto circunstancial de todas las épocas y de todos los países. Cuantos hechos hemos citado serán letra muerta para los espíritus unificadores que reducen todos los fenómenos de la naturaleza y de la existencia a la uniforme invariabilidad de un solo motivo, de una sola causa. La necesidad intelectual de la abstracción unitaria se convierte para ellos en realidad viviente a cuyo ritmo sujetan a priori todas sus investigaciones, principios y fórmulas.
Pero a los hombres despreocupados del dogma, a los cerebros abiertos a la verdad, habrá demostrado la breve excursión hecha por los dominios de la sociología, que la propiedad individual no es ni la característica de un estado de civilización muy avanzado ni el término de una evolución que comienza con la vida nómada de la humanidad.
La propiedad individual se encuentra con caracteres análogos en las sociedades primitivas y en las modernas. La civilización no ha hecho más que codificar la barbarie. Las clases de hoy son las castas de antes. Existe la clase sacerdotal, la clase militar, la clase industrial, la burguesía, que ha heredado a la aristocracia; existe, en fin, la clase proletaria, el jornalero a quien se compra de una manera indirecta y sobre cuyo trabajo se vive como antes se vivía del trabajo del esclavo o del siervo. Al feudalismo de los antiguos señores ha sustituido el feudalismo de los grandes fabricantes y banqueros. La civilización ha dado leyes para todo esto, lo ha metido dentro de la monarquía y dentro de la república, y no nos causará gran sorpresa que lo meta también dentro del socialismo. Pero en el fondo de esta codificación subsisten las bárbaras leyes del egoísmo individual, brutalmente expresado por los pueblos incultos; subsiste el principio de la violencia, la consagración del éxito a cualquier precio.
La evolución, señores de la cátedra, es producto abstracto del desenvolvimiento cerebral. Es la razón que se aclara, que se emancipa, que progresa, que formula el porvenir, Los hechos no contienen la evolución, pero el pensamiento la deriva de ellos por necesidad de explicarse la existencia del mal y afirmar la concepción de un mundo mejor desprovisto de los prejuicios, rutinas, injusticias y brutalidades presentes e históricas. Glosando a Colajanni sobre las razas, diremos que la evolución es una concepción del espíritu y no una realidad tangible en las condiciones presentes y en todas las que nos son conocidas hasta los tiempos prehistóricos.
El único suceso que parece justificar el postulado evolucionista es la aparición constante del feudalismo como nuncio obligado de la propiedad individual. Pero como el sistema feudal no es parte integrante de un desenvolvimiento normal o natural, sino un verdadero forzamiento de los hechos en la historia de la humanidad, como es la violencia que rompe arbitrariamente aquí y allá, en un tiempo o en otro, la normalidad de la vida económica y de la vida social para desaparecer más tarde por las represalias de la propia violencia, este modo de la propiedad no explica ni justifica que la propiedad individual sea el término de una evolución uniforme normalmente desenvuelta. En todo caso el feudalismo será la más brutal etapa de la violencia, como la propiedad individual es, en resumen, la más amplia generalización del egoísmo.
Que el feudalismo y la propiedad son momentos históricos de lo organización de los pueblos ¿quién lo duda? Lo que rechazamos es la absurda reducción a la unidad; el prejuicio de un solo carril sobre el que la humanidad rueda invariablemente como autómata arrastrada por todas las brutalidades de la animalidad.
Es menester repetirlo. Practícase indistintamente la comunidad y la propiedad privada, el despotismo y la democracia, la vida nómada y la organizada, la libertad y la servidumbre. Existen pueblos salvajes que pueden dar lecciones de solidaridad y de amor a nuestra petulante civilización. No obstante la multitud de pueblos que viven en pleno individualismo, de hecho la comunidad es el sistema preferente en la mayor parte del mundo. La América indígena era y es en gran parte comunista. En el Perú, gracias a la aplicación de ciertos sistemas del socialismo moderno y aunque a cambio del sacrificio de la independencia individual, no se conoció jamás la miseria.
El ejemplo más notable de la práctica comunista hermanada con la independencia personal más completa nos lo ofrece Groenlandia. En ninguna parte el dominio de la comunidad ha sido ni es superado. Las reglas por que se rigen los esquimales son bien instructivas, y vale la pena conocerlas. Su régimen de comunidad comprende los productos de la caza y los bienes muebles, que en casi todas partes son propiedad indiscutible del individuo. Forman entre sí los esquimales pequeñas asociaciones que cuidan de fijar bien los límites del distrito que se proponen explotar. Las ballenas, las morsas, los osos, etc., de cualquier manera que sean cogidos son propiedad común, pues consideran que, en general, el individuo aislado es incapaz de darles caza.
Dos hechos que fijan bien la naturaleza de las costumbres de estas pequeñas asociaciones libres son los siguientes: en caso de pérdida o desgaste de una herramienta tomada a préstamo, el prestatario no debe ninguna indemnización al prestamista, pues nunca se presta más que lo superfluo; un esquimal no tiene derecho a disponer más que de dos kayaks, pues si se tienen tres debe ceder el sobrante a un compañero de la comunidad, porque consideran que lo que no utiliza el poseedor no es propiedad particular de nadie.
Su respeto a la libertad individual es tan sincero que reconocen el derecho en todos de separarse de la comunidad y vivir, cazar y pescar a su gusto y a su riesgo. La coacción no entra para nada en la forma de organizarse las sociedades groenlandesas.
Letourneau se admira de hallar en una raza tan poco desenvuelta en muchos aspectos un sistema de asociación tan equitativo, un tan vivo sentimiento de la solidaridad humana unido al más grande respeto a la independencia personal; y agrega que la mayor parte de los europeos, tan afanosos de sus artes, de sus ciencias, de su civilización son, desde el punto de vista de sus aptitudes sociales, seguramente muy inferiores a los esquimales.
Si recorremos continentes e islas, en todas hallaremos al lado del individualismo la comunidad. En Nueva Zelanda existen pequeñas sociedades que viven en pleno comunismo, sin excluir la promiscuidad. En las islas Paques y en Ulietea hay grandes viviendas comunes, de centenares de personas, semejantes a las colmenas de abejas, que recuerdan las curiosas construcciones piramidales de los mexicanos anteriores al imperio azteca, cuyo elogio se ha hecho en todas las lenguas por su hospitalidad, su moderación y su práctica estricta de la monogamia, no obstante su sistema comunista. En las islas Palaos, el individuo no posee más que su vivienda, sus muebles y su canoa. En las Carolinas, cada distrito posee una gran casa pública, donde se reúnen los miembros de la comunidad, donde conservan las piraguas, las herramientas, todos los utensilios de la asociación, En Java reina por completo la comunidad en forma muy semejante al mir ruso.
El comunismo ha estado y está todavía en vigor en multitud de tribus aborígenes de la India, La dominación inglesa nada ha cambiado. Los indígenas no pueden concebir que se vendan las tierras, y carecen en absoluto de la idea de testar. En Pendjab la villa es una asociación de hombres libres.
Entre la raza semita es muy antigua la práctica comunista que en algunas islas de la costa de la Arabia feliz adopta por principio «a cada uno según sus obras».
En Europa, antes de la conquista romana, el comunismo existía en mayor o menor grado. Los dálmatas hacían cada ocho años una nueva repartición de tierras. Entre los germanos no se cultivaba dos años seguidos un mismo campo. En la Galia, los dominios comunales eran considerables, y hoy quedan de ellos muchos restos. España es también un buen ejemplo de la tradición comunal.
Y la prueba más terminante de que el comunismo perdura en Europa a pesar de Roma y de la Declaración de los Derechos del Hombre, es que subsiste entre los vascos franceses la comunidad familiar; el allmend o marv (territorio común del clan) en Germania; que en varios cantones de Suiza son todavía numerosos los allmends y que en los países eslavos, principalmente en Rusia, la comunidad de villa se conserva en toda su integridad. El mir ruso es la forma típica adoptada por 30 ó 35 millones de hombres. En las comunas eslavas el trabajo se efectúa en común y los productos se reparten entre los miembros de la comunidad. La comuna o municipio es autónomo.
Lavelaye y Sumner Maine han hallado en el fondo de las instituciones jurídicas europeas una organización de la propiedad completamente comunista, lo que supone esencialmente mutua simpatía, marcada disposición a la confianza y a la fraternidad, condiciones indispensables de todo comunismo análogo. (Tarde)
Letourneau deduce de sus estudios acerca de la propiedad, que en todas las tribus pastoriles o agrícolas que viven o han vivido en estado de comunidad reinan «sentimientos altruistas, probidad instintiva’ y dulzura de costumbres».
Añadamos, con Tarde, que la comunidad de lugar dondequiera que aún exista excluye esa anomalía monstruosa del individualismo que se llama el indigente.
Y véase otra vez cómo en los comienzos de la existencia de la humanidad, cómo en los tiempos medios y en nuestros días, se practicó y practica simultáneamente la comunidad y la propiedad privada. Comunismo despótico como el del Perú; comunismo libre como el de Groenlandia; formas mixtas de comunismo y apropiación individual, puesto que en muchos de los casos citados la casa y el jardín son propiedad individua en los países comunistas, y en cambio se reservan en los países individualistas al uso de la comunidad porciones determinadas de tierra, y en las naciones civilizadas paseos, jardines, bibliotecas, etc., a la comunidad pertenecen. La simple posesión que da derecho al uso temporal, la participación en los beneficios directa o indirectamente practicada; la propiedad romana con su rudo derecho al uso y abuso de las cosas; el feudalismo siempre violento; todo existe en la antigüedad y en el presente; todo existe con la barbarie y con la civilización, sin que la diversidad de razas permita cualquier género de clasificación ni consienta sistematizar el desenvolvimiento de los modos de poseer según una tendencia constante e invariable. Ni aun la esclavitud, la servidumbre y el proletariado, tres variantes de un mismo motivo, hacen posible determinar una regla cualquiera de evolución y progreso. Con el comunismo o con la propiedad individual existen o han existido aquéllas en una tan grande variedad de formas que su enumeración llenaría demasiadas páginas de este libro.
¿Dónde está, pues, esa rígida y metódica evolución de la propiedad? Más bien podría establecerse que la humana especie sigue multitud de direcciones, que oscila, retrocede o avanza según diferentes circunstancias de lugar y tiempo; que tiende distintamente a fines contradictorios, antagónicos; y que sólo una evidencia tenemos, a saber: la unidad, la comunidad del móvil, del mismo deseo impulsándonos en tan diversas direcciones. Este móvil, este deseo común, es el bienestar, la comodidad, el goce de la existencia por la satisfacción de las necesidades y la libertad de las acciones. ¿Quién duda que al salvaje, lo mismo que al hombre civilizado, ahora y siempre mueve este deseo universal de bienestar y de libertad? Quizá acertaríase a dar a la evolución su verdadero sentido, si se la contrajera al trabajo cerebral que elimina constantemente las direcciones de la actividad que no conducen eficazmente a la conquista de ese supremo ideal por el que la humanidad lucha sin tregua desde los comienzos de la vida.
Estamos lejos de poder encerrar en una gran síntesis histórica la multitud de hechos con que los hombres demuestran que todavía no han salido del período de los tanteos, probando al mismo tiempo que carecen de una buena orientación de táctica, aun cuando se orienten bien en los propósitos.
Y no se nos arguya que la propiedad individual surge o se desprende siempre de la comunidad. El individualismo es el producto necesario y fatal de la autoridad. Donde ésta se constituye brota al momento el privilegio; la comunidad sucumbe. Es el jefe que usurpa a la tribu, que la explota y finalmente la sojuzga. Es el jefe que beneficia a sus favoritos robando a la comunidad. Es el jefe quien despoja a la asociación y constituye el feudo. Así nace el feudalismo, así nace la propiedad individual. La comunidad es tolerada de mala gana por el soberano que goza del derecho eminente, que tiende a la usurpación y se convierte al cabo en el gran propietario, del que se genera la raza maldita de los grandes terratenientes, de los aristócratas, de los sacerdotes, de los guerreros, de los jueces, de los industriales. La propiedad individual existe desde el primer día como hermana gemela de la autoridad. Su génesis es la violencia y el despojo, mientras que la comunidad aparece siempre como producto natural de las necesidades humanas, de la fraternidad de los hombres.
Se ha elaborado una teoría nueva para el despojo y la violencia, y el fetichismo evolucionista desconoce lo único positivo que nos ofrece la historia: que fuera de la violencia, fuera del despojo, fuera del egoísmo individual, ha reinado paz completa, amor, solidaridad entre los humanos.
Según Spencer, —y repetimos lo que hemos dicho en otra parte— en las sociedades no desenvueltas donde ha reinado por espacio de siglos paz envidiable, nada parecido existe a lo que llamamos gobierno; no hay en ellas ninguna organización coercitiva, y son, no obstante, tan raras en ellas las desviaciones de la virtud, que bastan para contenerlas las manifestaciones de la opinión pública en las asambleas de ancianos reunidas de tiempo en tiempo.
Los bechuanas y los araucanos sólo se guían por costumbres de larga fecha o por convenciones tácitas. Entre los dyaks, la costumbre se ha erigido sencillamente en ley. Los indios norteamericanos, como los snakes, carecen de gobierno, y los cipewayas no lo tienen regular, a pesar de lo que respetan la propiedad individual de la caza cogida con redes particulares.
En la Melanesia algunas tribus viven sin gobierno, y sólo en tiempo de guerra se agrupan alrededor de un jefe, al cual niegan toda autoridad pasado el peligro. En el África austral, cada clan no tiene en tiempo de paz otras leyes que un corto número de costumbres. Los nómadas de Khorassan viven sin gobierno y bajo un régimen de completa igualdad. Se constituyen en pequeños grupos que siguen y respetan los consejos de los ancianos. «Somos, —dicen— un pueblo sin jefes, un pueblo que para nada los quiere. Somos todos iguales, y entre nosotros cada uno es su rey». ¡He ahí toda una filosofía sencillamente expuesta por bárbaros turcomanos!
Los pacíficos esquimales, a quienes no se puede hacer que comprendan lo que significa la guerra, no usan armas de ninguna clase ni se explican la necesidad de elegir jefes, por lo que forman frecuentemente, como ya hemos dicho, verdaderas comunidades libres. En las pequeñas repúblicas de Groenlandia todos los ciudadanos son iguales. El sentimiento de solidaridad social corre parejo con su gran dulzura de sentimientos.
Los árabes contemporáneos han hecho una aplicación muy notable y bien conocida del principio federativo. Comenzando por la asociación civil denominada Karouba, que puede dividirse en dos o tres grupos nuevos, se constituyen federativamente las comunas. Cada kábila es un estado independiente. En estas confederaciones, grandes o pequeñas, no existen jefes. Al igual que ciertas tribus melanésicas, aclaman un general en tiempo de guerra, cuyos poderes expiran tan pronto como la lucha termina. La ley kábila o Kanoun respeta hasta el escrúpulo la independencia individual y autoriza, en consecuencia, todo lo que no lesione los derechos de otro. Según Letourneau, la organización política de las kábilas bajo su forma igualitaria, ingeniosa en sumo grado, es digna de la meditación de los sociólogos.
Y al lado de estos bellos ejemplos de solidaridad, de amor, de bondad que la comunidad y la independencia política prodigan ¡qué terrible el espectáculo del despotismo imperante en todos los confines del mundo! Cualquiera que sea su organización económica, tribus, pueblos y naciones viven envilecidos por la servidumbre, sometidos a pequeños o grandes monarcas, sojuzgados por los guerreros, embrutecidos por los sacerdotes. En África, en Asia, en América, dondequiera que los hombres forman aglomeraciones incipientes o estados de permanencia social, la autoridad, con sus camarillas privilegiadas, mata todo sentimiento de igualdad, anula toda independencia, deprime y aniquila al individuo. El género humano es un inmenso rebaño bestializado, idiotizado por el narcótico del despotismo y de la miseria y dirigido por una verdadera partida de bandidos admirablemente organizada bajo la salvaguardia de la religión y de la fuerza.
Y aquí en Europa y en América civilizada ¿qué prodigios ha realizado la supuesta evolución del individualismo? ¿No existe el déspota? ¿No existe el feudo? ¿No existe el esclavo? ¿No existe el militarismo brutal y sanguinario? ¿No existe el sacerdote que atrofia los cerebros? Menos brutal en apariencia, la civilización es el contenido puro y simple de la barbarie, de lo peor de la barbarie.
El egoísmo desarrollado hasta el exceso, tal es nuestro presente desdichado; el egoísmo que se erige en jefe y que roba, confisca y mata; el egoísmo que engendra a un mismo tiempo la autoridad y la propiedad privada.
Del barbarismo guerrero brota todo esto, no de la pacífica comunidad independiente, y en pleno barbarismo guerrero vivimos, barbarismo refinado por los grandes acorazados, por los enormes cañones, por la dinamita asoladora, por los trasatlánticos cargados de piltrarfas humanas que esputan pus, por la electricidad haciendo oficios de verdugo.
La causa del mal universal es, pues, la propiedad privada en digno maridaje con todas las formas posibles de la autoridad constituida. Es la causa en el pasado, es la causa en el presente. ¡Dichosos los pueblos que perduran en la libertad y en la igualdad, porque de ellos, por bárbaros, por salvajes, por ignorante que sean, es el reinado de la paz y del amor aquí en la tierra!
Buscad renovaciones doctrinales, buscad soluciones de amor en medio del cruel barbarismo civilizado; buscad remedio en las leyes, en el espíritu religioso, en la atenuación sofística de la ley del más fuerte, que la avalancha del egoísmo ahogará vuestra voz y matará vuestras iniciativas. La ciencia pasa por los cerebros sin conmoverlos, como la experiencia de perdurables siglos de despotismo y de propiedad feudal y de egoísmo individualista, nada enseña a la fatuidad dogmática amasada con todos los prejuicios tradicionales de la forzosa resignación del pobre y de la indiscutible superioridad del rico.
Entramos, no obstante, por la razón en el pleno dominio del porvenir. La ciencia y la experiencia nos guían. Ante el triste espectáculo de la humanidad que lucha siglos y siglos por un poco de sosiego y por un poco de amor, sin orientación fija, sin conciencia de solución cierta, el pensamiento rompe bruscamente las ligaduras de la tradición, despedaza el dogma, derriba el inútil andamiaje de la presciencia y proclama la necesidad perentoria de conquistar el bienestar por la comunidad de bienes y por la independencia personal. Es la plenitud del «desenvolvimiento menta» que triunfa sobre todos los obstáculos y sobre todos los prejuicios.
Cualquier acomodamiento, cualquier transacción es imposible. Todas las predicaciones que no se encaminen a la novísima visión del porvenir caerán en el vacío, faltas de ambiente.
III
Recapitulemos. Por donde quiera que se abra un libro de historia, de viajes, de exploraciones, de sociología, etc., no se encuentran más que relatos de violencias y de despojos. En todas partes autoridad y propiedad son fuente abundante de injusticias, de miserias, de brutalidades sin nombre. El estudio de la evolución natural de la humanidad es imposible. Su desenvolvimiento queda materialmente ahogado por la repetición continua de estados de fuerza apenas los hombres se agrupan en sociedades más o menos estables. La violencia ha llevado a todos los rincones del mundo, juntamente con el avance de los conocimientos y de los medios materiales de mejorar la existencia, los mismos males, las mismas injusticias que se atribuyen exclusivamente a la barbarie. De hecho la humanidad no obedece a la evolución, sino a la persistencia de multitud de tendencias derivadas de causas semejantes con resultados análogos. El mejoramiento de las condiciones materiales de la vida no alcanzan sino a una minoría exigua de la especie, a aquellos que han forzado o fuerzan repetidamente la mano de los sucesos haciendo refluir toda la actividad y toda la vitalidad de los demás hombres en su beneficio particular.
Para la mayoría, la esclavitud, la ignorancia y la miseria son hoy como ayer el estado normal de su existencia. Hemos dado muchas vueltas a la noria del mal.
Disgregada la actividad de los hombres en multitud de direcciones arbitrarias, puédese deducir aquí o acullá, en tal tiempo o en tal otro, una tendencia determinada más o menos constante, pero es verdaderamente temerario intentar la prueba de que la humanidad se haya desenvuelto o se desenvuelva conforme a una misma ley. Para hacer viable semejante ensayo es preciso suponer a priori hechos y juicios que en modo alguno corrobora la experiencia; es necesario suponer, como algunos positivistas, la existencia de un hombre primitivo, cruel, caprichoso, imprevisor, holgazán, misoneísta y, sobre todo impulsivo como si todos los hombres se pareciesen, según juiciosamente hace observar Tarde, y no hubiesen existido y existiesen hoy mismo entre las razas y pueblos primitivos hombres bondadosísimos, pacíficos, laboriosos, etc.; es necesario construir artificiosamente un desarrollo uniforme y general que va de la comunidad al feudalismo medieval y de éste al industrialismo moderno, del absolutismo político, despóticamente bárbaro, a la democracia y al federalismo de nuestros días; es necesario forjar la teoría de la regresión para explicar la criminalidad como caso de atavismo (abuelismo, literalmente), buscando con afán semejanzas morales entre los delincuentes, los salvajes, los niños y el proletariado de las sedicentes naciones civilizadas, que en todas partes es lo contrario del supuesto hombre primitivo, laborioso, modesto, económico, tenaz en sus sentimientos y esencialmente pacífico, gracias a cuyas condiciones la barbarie gubernamental y capitalista perdura a pesar de todo; es, en fin, indispensable edificar sobre arena el complicado armatoste de la filosofía eminentemente egoísta al servicio de los intereses creados y la maldad organizada.
Confesamos haber incurrido en el lamentable error de extensión que atribuye a la humanidad entera lo que es producto de un estado mental momentáneo. La evolución no es —lo reiteramos en vista de los hechos de experiencia actual e histórica— más que una operación intelectual necesaria, la mecánica, si así podemos expresarnos, del desenvolvimiento natural de las cosas previsto por la razón, desenvolvimiento del que el pasado y el presente no contienen sino ligeras y no coordinadas indicaciones y al cual el porvenir pertenece por entero.
La prueba terminante de esta conclusión nuestra es que, no obstante la persistencia de las instituciones autoritarias y del sistema individualista de poseer que ciertos evolucionistas presentan como coronamiento de toda la labor humana, muchos sociólogos y filósofos, hombres de estudio y de verdadera ciencia preconizan la solidaridad entre los hombres, cuya traducción obligada es la comunidad, y la independencia personal, cuyo verbo pese a los ridículos espantos de los mentecatos, es la anarquía. El mismo Spencer afirma la tendencia a la libertad individual contraria al militarismo y a la plutocracia, contraria al privilegio capitalista, a la desigualdad de condiciones y a la coacción religiosa y moral. Y, en fin, en oposición al supuesto contenido de rítmico y uniforme desenvolvimiento de cosas y personas, la afirmación simultánea de la solidaridad y de la libertad como término ideal del porvenir se encuentra también en el presente y en el pasado, según atestiguan agrupaciones de distintas razas, de las que el mejor ejemplo son los esquimales.
Nuestra aparatosa civilización no puede pues justificar ni por la historia ni por la filosofía, es decir, ni por los hechos ni por la razón, la existencia de las instituciones autoritarias ni de la propiedad individual. Condenadas están por la experiencia y por la ciencia; condenadas por sus monstruosos resultados, de los que el más moderno lleva un nombre que espanta: pauperismo.
Reconocidas las causas del mal, ¿cómo no intentar su destrucción? Esperarla de un desenvolvimiento que la experiencia niega, confiando en que las instituciones tradicionales se desintegren por sí mismas o que el amor resuelva en una ecuación de igualdad los términos, es absurdo.
Ninguno de esos dos procesos se adapta a la realidad. Por sí mismas jamás las instituciones del privilegio harán plaza a un régimen de libertad igual para todos, de bienestar para todos. El bien y el mal son dos elementos contrarios que se rechazan y tienden a anularse. Se impone o la reducción del bien al mal o la reducción del mal al bien. De cualquier modo, todo proceso que propenda a modificar o modifique el contenido social no se desenvuelve sin la acción continua de los elementos que componen la sociedad. Y el amor no es acción, porque como sentimiento es incapaz de destruir los hechos, de anularlos. Lo prueba que todos los partidarios del amor, como medio de modificar el mundo, son puramente contemplativos y tienen horror a la actividad.
Limitarse a formular la verdad, una vez descubierta, y no concurrir por todos los medios a su más pronta realización, es pensar a medias. Implica en muchos casos transición cobarde con el error y con el mal, impotencia para vencer los prejuicios adquiridos.
El mundo no vive de homilías fraternitarias. La existencia es actualmente continua lucha por la satisfacción de las más complejas necesidades. Unos combaten por mantener los privilegios que les confiere la exclusiva del goce; otros por la desaparición del privilegio, ansiosos de ganar para sí y para los demás el bienestar y la libertad. Es menester luchar con aquéllos o con éstos, por la continuación del mal o por el triunfo del bien. No pretendemos que cada hombre sea militante de una idea, no tratamos de convertir a cada individuo en luchador político; El combate se libra también en los dominios de la literatura, del arte, de la ciencia. Que los que en ese terreno se resuelvan por la verdad no se queden a medio camino. Tenemos el derecho de exigirles que depongan toda complacencia con el mal, que vivan de acuerdo consigo mismos. El conocimiento de la verdad impone categóricamente a la conciencia en correlativo de la idea: la acción.
* * *
Evidenciada la esterilidad de las predicaciones fraternitarias, demostrado que las causas del malestar social son principalmente económicas y no modificables por el supuesto desarrollo de las facultades afectivas, hemos hecho ver de paso que las instituciones imperantes no son el resultado de una evolución general y uniforme cuya meta es el individualismo egoísta de nuestros días y que, por tanto, los que apoyados en gratuitas generalizaciones científicas y afectados por el espectáculo del dolor universal quieren modificar lenta y pacíficamente, por obra del amor humano, los términos de la contienda social, pretenden un imposible y se hacen cómplices del mal y del error.
A los hombres del saber que buscan afanosos soluciones transitorias entre los beligerantes, son sus propios libros los que les prueban la imposibilidad de su intento, lo absurdo de una conciliación fuera absolutamente de la realidad. Corren tras una quimera y se pierden sus esfuerzos lastimosamente en el laberinto de las ideas infecundas.
A los creyentes, a la fe religiosa, es la experiencia de muchos siglos, es su propia obra la que prueba la ineficacia del «amaos los unos a los otros» en un mundo de Caínes cuyo brazo arma la misma religión.
Y a los hombres de ideas radicales son sus mismos principios, sus doctrinas de no conformidad las que contradicen sus anhelos de piedad bien sentida, pero nada razonada.
Se ha predicado, se predica y se predicará el amor porque hay ansia de fraternidad, de paz, de bienestar. Pero el amor no brotará en el mundo social del privilegio, porque éste es precisamente el quebrantamiento continuo del desarrollo de las facultades afectivas, brutalmente ahogado por la bestia egoísta apenas iniciado en los primeros días de la humanidad. Si existiera verdadero desenvolvimiento del amor hacia los semejantes, la supuesta evolución social hubiera sofocado poco a poco el egoísmo, hubiera limado las asperezas primitivas, hubiera, en fin, coronado su obra con la exaltación de la bondad y de la solidaridad. Ha sucedido en los hechos todo lo contrario, hasta el punto que, si bien moralmente una pequeña parte de la humanidad se ha emancipado en cierto modo de la animalidad primitiva, permanece prácticamente sometida a la dura ley del egoísmo, a las exigencias del régimen y del ambiente.
Los que amparados en lo que ha llegado a ser el gran galeoto de todas las truhanerías, en el medio social, afirman que, no siendo los hombres buenos o malos por su propia voluntad, sino influidos por los sucesos y por las cosas, no es razonable aborrecer al tirano y al explotador, y es, moralmente, obligatorio el amor al prójimo, desconocen que tal doctrina significa la conformidad con el mal; porque si cada hombre es fatalmente como es, sin intervención alguna de su voluntad, no queda otro remedio, llevando la lógica hasta sus últimas consecuencias, que aceptar las cosas como son y acomodarse lo mejor posible a la maldad general. No es, ciertamente, aborrecible el verdugo, odioso el tirano, despreciable el explotador porque sean tales cosas por su libre voluntad. Ninguno es su propia obra solamente: son obra de los demás hombres y un poco también su obra misma. Pero es aborrecible el oficio de matar, es odiosa la tiranía, es inicua la explotación. Y como nadie lucha contra simples abstracciones, ocurre naturalmente, que los hombres luchan con los hombres combatiendo las representaciones y los instrumentos de ejecución de dichas abstracciones que, amén de su perversidad originaria, tienen el poder de corromper los elementos de representación y de ejecución. Por esto, aunque el cerebro preceptúe el amor y condene el odio, es invencible la inclinación humana al aborrecimiento en presencia del malvado, del tirano, del explotador. Por eso se levantan en nuestro pecho tempestades de rencor, de odio, de desdén, de repugnancia, cuando la maldad pasa soberbia por nuestro lado desafiando iracunda las maldiciones de la víctima. Por esto obedecemos, más que al cerebro, a la sensibilidad, cuando la infamia de los hombres quebranta la paz, vulnera los principios del bien general o particular, malpara las nobles aspiraciones de un mundo nuevo donde todos gocen de amor y de justicia.
No pidáis discernimiento, templanza, al mejor de los hombres en el instante mismo en que la maldad surge brutal y avasalladora. Su primer movimiento será de ira. El instinto de conservación y la idea de la justicia le impulsará a’ la acción. El amor le hará odiar intensamente.
No querrá tal vez el explotador la miseria de los demás, pero explota, y en la miseria sume a los desdichados víctimas de su explotación; no querrá el tirano quizá la esclavitud de los súbditos, pero ordena y manda y fríamente somete a sus semejantes a la servidumbre; no querrá el verdugo verse en la dura necesidad de matar, pero mata en cumplimiento de su misión espantable. Pueden cobijarse hermosos sentimientos en el pecho del que explota, del que manda y del que mata. Pero el ejercicio del oficio agotará, matará prontamente sus mejores sentimientos, sus más puros afectos. ¿Los amaremos? Aun sin quererlo, nuestro odio será implacable.
La razón podrá explicar el mal, nunca justificarlo. Y lo que haríamos sería precisamente justificarlo, si aceptáramos las fáciles generalizaciones de los teorizantes que quieren encerrar a los hombres en el fatalismo de las condiciones.
Amar al instrumento del mal y amar el mal son uno misma cosa. El amor no puede ser más que bondad recíproca, justicia recíproca.
No preconizamos el odio; queremos la posibilidad del amor, ya que el odio existe de hecho sin que puedan destruirlo predicaciones y filosofías que carecen de base.
Infamia de los hombres quebranta la paz, vulnera los principios del bien general o particular, malpara las nobles aspiraciones de un mundo nuevo donde todos gocen de amor y de justicia.
No pidáis discernimiento, templanza, al mejor de los hombres en el instante mismo en que la maldad surge brutal y avasalladora. Su primer movimiento será de ira. El instinto de conservación y la idea de la justicia le impulsará a’ la acción. El amor le hará odiar intensamente.
No querrá tal vez el explotador la miseria de los demás, pero explota, y en la miseria sume a los desdichados víctimas de su explotación; no querrá el tirano quizá la esclavitud de los súbditos, pero ordena y manda y fríamente somete a sus semejantes a la servidumbre; no querrá el verdugo verse en la dura necesidad de matar, pero mata en cumplimiento de su misión espantable. Pueden cobijarse hermosos sentimientos en el pecho del que explota, del que manda y del que mata. Pero el ejercicio del oficio agotará, matará prontamente sus mejores sentimientos, sus más puros afectos. ¿Los amaremos? Aun sin quererlo, nuestro odio será implacable.
La razón podrá explicar el mal, nunca justificarlo. Y lo que haríamos sería precisamente justificarlo, si aceptáramos las fáciles generalizaciones de los teorizantes que quieren encerrar a los hombres en el fatalismo de las condiciones.
Amar al instrumento del mal y amar el mal son uno misma cosa. El amor no puede ser más que bondad recíproca, justicia recíproca.
No preconizamos el odio; queremos la posibilidad del amor, ya que el odio existe de hecho sin que puedan destruirlo predicaciones y filosofías que carecen de base. Es necesario saltar por encima de todos los obstáculos, aniquilar el mal, para que el amor nazca, se desenvuelva y progrese. Ni aun en este supuesto lo concebimos como finalidad humana, sino como corolario del bienestar conquistado.
El hombre lucha hoy y luchará mañana por el goce, por la satisfacción de las necesidades todas. En esta lucha corresponde la primacía a las necesidades de nutrición. Sin la garantía de la vida animal, el hombre es menos que una bestia, Es menester, prescindiendo de idealismos nocivos, empezar por esta noción simple que nos considera en los dominios de la fisiología como un animal más de la escala zoológica. Sin el estómago satisfecho, sin los músculos bien desarrollados, sin el organismo todo nutrido debidamente, las necesidades afectivas e intelectuales no pueden tener al mismo tiempo desarrollo y satisfacción adecuados.
Planteada la cuestión en estos términos, cesa toda discusión. Porque no se trata de un problema de derecho político, de una vana especulación, de una filosofía o de una metafísica más o menos abstrusa, como quiere la pretendida ciencia o arte de gobernar a los pueblos, como quiere la economía clásica y aun la misma sociología; sino de un problema de necesidades naturales que requieren satisfacción debida, de un problema que afecta a lo más real que hay en la vida humana y que pertenece a los dominios de la ciencia, especialmente de la filosofía, que no entiende de derecho escrito, de formulismos políticos o económicos, que no se paga de ciudadanías, sino de fuerzas gastadas y fuerzas disponibles, de reposición de energías, de músculos hambrientos y de músculos satisfechos, de sangre rica y de sangre empobrecida. El hombre necesita, ante todo, comer, abrigarse, hacer ejercicio, gastar y reponer fuerzas, prodigar sus energías vitales, almacenar energías disponibles para el concurso previsto. La fatiga de un esfuerzo no guarda relación alguna con el resultado efectivo del esfuerzo. Cualquiera que el resultado sea, persiste la necesidad de alimentarse, de vestirse, de reponerse de las pérdidas ocasionadas por el gasto de la actividad productora. Es absurdo buscar la medida de esta reposición en el producto obtenido. No son los hombres máquinas de igual potencia. Con esfuerzos distintos se obtienen productos iguales. Con esfuerzos iguales se obtienen resultados totalmente diferentes, La magnitud del esfuerzo hecho es la medida de la necesidad de reposición, y tal esfuerzo tiene su expresión exacta en el organismo físico, no en las pretendidas leyes económicas, que hacen de los hombres mercancías por la aplicación de la oferta y la demanda, que crean la esclavitud moderna para el asalariado y que santifican la acumulación capitalista por la exaltación del egoísmo individual.
La satisfacción de las necesidades de nutrición es el objeto primordial de toda asociación humana. Se impone como condición previa resolver el problema del pan. La comunidad de los hombres por aquí empieza.
Aparecen en segundo término las necesidades de reproducción. Con ellas nace el amor sexual. La vida afectiva sucede a la vida de nutrición. Nutrirse, sentir, pensar, he ahí todo.
El amor sexual es como una florescencia de la vida. Son sus prácticas tan diversas, tan diferentes sus grados de desarrollo como inmenso es el campo de la afectividad general. Imposible reducir el amor a una definición concreta; imposible determinarlo por condiciones particulares fijas. Nada más variable. Preséntase siempre el amor sexual impregnado del sabor peculiar de cada asociación humana, sujeto a reglas, formulismos y rituales que varían con el organismo social.
Y, como el amor de los sexos, los demás sentimientos y afectos cambian de aspecto y de expresión según circunstancias de lugar y de tiempo. De hecho la vida afectiva se deriva de las formas adoptadas para la vida común de nutrición. Quien examine, siquiera sea a la ligera, el modo de ser de las diversas razas, sus usos y costumbres, o solamente las de los países civilizados, se convencerá de ello. El amor, verdaderamente el amor como lo formula el pensamiento moderno, no es de nuestros tiempos, no ha nacido todavía, como ha dicho un nuestro amigo.
El amor sexual, desprovisto de ritualismos ridículos, de fórmulas jurídicas, será, una vez resuelto el problema de la nutrición, el primer escalón de un sentimiento nuevo, completamente nuevo: el amor a los semejantes. Será la realización del precepto siempre incumplido. Será el uno como la extensión del otro. Será la obra de generalización afectiva en un porvenir cercano.
En una sociedad de hombres libres e iguales por la solidaridad de los intereses, surgirá necesariamente el amor humano, su labor genuina y más acabada.
La satisfacción integral de las necesidades intelectuales completa la fórmula del mañana. La ciencia no puede ni debe ser eternamente el privilegio de unos cuantos. La simple curiosidad del ignorante, como la del niño, es el primer elemento del saber. Es el apetito de las necesidades superiores del organismo que en su total desarrollo demanda igualmente la plenitud de la vida de nutrición, de la vida afectiva y de la vida intelectual.
Sin la realización de estas condiciones, el amor al prójimo puede existir como excepción, En general es una palabra vacía de sentido o la máscara de los más groseros apetitos. En su acepción más amplia no es el amor al presente sino una fórmula del pensamiento. No es, no puede ser una realidad. Su aparición y su desenvolvimiento pertenecen al porvenir y serán tanto la resultante de la bondad creciente de los sentimientos como del mayor desarrollo intelectual. La bondad afectiva y la intelectualidad están actualmente limitadas por la preponderancia del egoísmo, causa y efecto a un mismo tiempo del capitalismo y de la autoridad. Para emancipar el cuerpo, principio de toda emancipación de espíritu y de pensamiento, es necesario barrer los obstáculos tradicionales, la propiedad y el Estado. La comunidad libre es el medio adecuado en el que pensamiento y sentimiento pueden compenetrarse en la amplia síntesis del amor, de que es incapaz nuestro tiempo.
No es, no, el amor al prójimo la acción necesaria que producirá la felicidad general. Es el bienestar común el que dará la resultante del amor humano, pregonado inútilmente durante siglos y durante siglos desconocido.
La humanidad no corre tras este bienestar siempre anhelado, La ciencia no se propone sino la determinación de las condiciones necesarias y suficientes para que el bienestar se extienda por todo el haz de la tierra. El arte no es sino el embellecimiento de la vida, la admirable música de la felicidad soñada.
El amar es una adivinación, es el ideal que se entrevé más allá de la resolución del problema general de la existencia común. El cerebro decreta el imperativo del amor. La sensibilidad lo presiente. La realidad lo niega. Dadnos las condiciones indispensables, y el amor brotará como brota la flor del tallo cuidado con esmero por mano cariñosa. Dad de comer al hambriento; dad de beber al sediento; abrigad al desnudo; aplacad, en fin, al animal, y el hombre surgirá a la verdadera vida humana y el amor coronará el edificio de la dicha común.
Entretanto, estaremos condenados a la cruel realidad, que pone en nuestros labios la palabra de amor y en nuestros pechos el odio. La humanidad presente es como la familia condenada a la miseria, donde el rencor hace su nido ahondando las causas de su infelicidad.
A partir del materialismo de la vida, tomando la existencia real en sus detalles y en su conjunto, la idealidad brota natural y espontánea: la idealidad suprema es la emancipación humana.
Pretendemos que no quede una necesidad sin satisfacer para que la obra de humanización se realice en la amplitud del tiempo, libre de todo obstáculo artificial, artificialmente creado. Producto de la humanización del hombre, sin la que no nos distinguiríamos de los demás animales, será el amor a los semejantes. No es, pues, ni agente de acción social ni finalidad humana.
Tal es nuestra conclusión en los términos de la realidad presente. En los de la realidad futura pertenece a lo desconocido.
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