Ensayos y Conferencias — Obras de R. Mella — II

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Breves apuntes sobre las pasiones humanas

Cartas a un adversario

I

Bajo su nombre, estimable adversario, dirijo estas epístolas a cuantos acorralados por la lógica de las nuevas ideas se refugian en el baluarte de las imposibilidades prácticas para Ia realización de las aspiraciones revolucionarias, a causa de lo que llaman desastrosas pasiones humanas.

Muchas veces hemos discutido acerca de la posibilidad de que las pasiones humanas hubieren de perturbar una sociedad donde el poder, la autoridad, estuviesen anulados. Muchas veces también hemos llegado a la conclusión de que no podíamos entendernos por falta de acuerdo en las premisas.

Me propongo, una vez más, demostrar a usted y a sus colegas que la libertad misma es el mejor antídoto contra las perturbaciones de la pasión desordenada, demostrando al propio tiempo que esas perturbaciones serán insignificantes en un régimen social de libertad propiamente dicha.

¿Pueden ser causa de inarmonía social lo que se llama pasiones humanas, en una sociedad verdaderamente libre?

A esta pregunta, formulada para un público certamen, por cierta colectividad de soñadores proletarios, pudiera yo responder entrando inmediatamente en materia y demostrando, como dos y dos son cuatro, que las pasiones humanas no pueden, en modo alguno, ser causa de inarmonía, una vez supuesto el régimen de libertad, cifra y compendio de nuestras aspiraciones; o bien probando, con datos sencillísimos de general experiencia, que admitida la causa de la perturbación y la perturbación misma, todavía resultan ventajas esenciales para el método de la libertad sobre el de la autoridad, puesto que este último, interviniendo en los hechos pasionales y en todo género de extravíos, no evita, ni corrige, ni estorba la creciente extensión de la inarmonía social.

Pero este procedimiento expeditivo daría lugar, seguramente, a que no hubiéramos de entendernos en lo sucesivo, y prefiero tomar la cuestión en su origen a fin de establecer con toda claridad los términos del problema.

Examinaremos primeramente qué son las pasiones, cómo obran en las sociedades humanas, cómo se determinan según el medio circundante, si son o no un hecho de naturaleza y cuáles son, en todo caso, sus circunstancias de utilidad o de nocividad.

Se habla generalmente de las pasiones sin tener apenas en cuenta lo que son en sí mismas, sin detenerse en la consideración de la influencia que sobre ellas ejerce cuanto nos rodea, medio cósmico y medio social. Hablar a tontas y a locas, sin posibilidad de fructuosa inteligencia, se llama esta figura.

El problema, en apariencia más sencillo, reviste caracteres de extrema complejidad si se le examina atentamente, porque en la vida social como en la universal nada hay que no esté ligado por estrechas relaciones de conexión.

Así, en el caso presente, la cuestión no se reduce tan sólo a los efectos sociales de las pasiones, sino que se extiende a la intervención que en ellas tienen nuestros prejuicios, nuestros errores, nuestras rutinas, a las instituciones creadas para garantizar el derecho —según se pretende por los domadores de pueblos, vulgo gobernantes—, a la influencia misma de nuestro concepto de la personalidad humana, y hasta nuestra contextura fisiológica y mental y a nuestro modo de vivir y relacionarnos en lo privado y en lo público.

No se pida que, por ejemplo, las pasiones jueguen el mismo papel entre hombres libres que entre esclavos, entre hombres cuItos que entre ignorantes; no se pida que la moral del convento y la moral del cuartel sean iguales a la de cualquier otra sociedad de fines naturales y humanos. El prejuicio, mejor, el fanatismo religioso dará una moral y unas pasiones contrarias a nuestro propio organismo y a sus propias leyes, fisiológicamente considerado. La preocupación, o mejor, el barbarismo de la guerra producirá unas pasiones contrarias a nuestro propio organismo y a sus propias leyes, fisiológicamente considerado. La preocupación, o mejor, el barbarismo de la miseria, producirá unas pasiones y una moral también contrarias a la naturaleza y a la razón.

Sería, pues, completamente falsa la conclusión a que llegásemos si juzgáramos los efectos de las pasiones en una sociedad libre por los que producen en la sociedad actual, sociedad de subordinación, de militarismo, de desigualdad y de injusticias.

Para resolver este problema es necesario, señor mío, hacer un cierto uso de esta facultad preciosa del hombre que se llama abstracción, por medio de la cual, sentadas las premisas de la libertad y de la educación individual necesarias, podremos deducir las conclusiones obligadas a que nos llevaría la influencia pasional humana en una sociedad hipotética, sin duda, pero sin duda también realizable a muy corto plazo.

Sígame usted, por tanto, con la atención que el caso requiere y yo le prometo que llegaremos a un acuerdo feliz si no se atraviesa por medio la obstinación sectaria, que tantas y tan bellas causas estropea.

El asunto lo merece ciertamente y la cortesía que le distingue me concederá, sin esfuerzo, la atención que solicito, aun cuando pueda parecerle pedigüeño y enojoso en extremo.

Se lo agradecerá por anticipado su atento contrincante.

II

Convengamos de antemano, y como primer avance de mi intento, en el significado de las pasiones y su modo de obrar en las sociedades humanas.

Prescindiremos de los diversos prejuicios que acerca de esta materia han formulado las religiones y escuelas filosóficas y examinaremos al hombre pasional en sí mismo.

No creo que sea necesario ningún esfuerzo de su parte para admitir que el hombre no es ni bueno ni malo. La Naturaleza es indiferente al bien y al mal, y en la naturaleza está el hombre. Mecanismo sometido a leyes, conjunto de energías combinadas, fuerza viva capaz de actuar en todos sentidos, reúne el hombre las condiciones necesarias para producir el bien o el mal, según la dirección, que al mecanismo se le imprima.

No me importa averiguar si el ser humano obedece al determinismo de la materia o es soberano de sí mismo por el libre albedrío. No ventilamos ahora problemas de psicología fisiológica. Y basta, por tanto, observar que el hombre, socialmente considerado, se manifiesta bueno o malo, con arreglo a su temperamento, su educación, su cultura, etc. y, sobre todo, conforme a las diversas condiciones del medio en que se desenvuelve. En ese supuesto puede afirmarse que las pasiones humanas son los movimientos más o menos acentuados que el hombre ejecuta en virtud de la atracción o repulsión de las cosas que pueden causarle placer o dolor.

Y claro está que si el hombre no es bueno ni malo por sí mismo, otro tanto Ocurre con sus pasiones. Digan de ellas lo que quieran las preocupaciones religiosas o filosóficas, son simplemente buenas o malas las pasiones según la dirección en que se las impulsa, y así llevan a las grandes virtudes como a los grandes vicios, así conducen a los más nobles heroísmos como a los más repugnantes crímenes. Una buena educación unida a un organismo bien equilibrado, excluyen toda contingencia pasional extraviada. Las pasiones extraordinarias se dan en los hombres extraordinarios. Son la excepción, no la regla.

Exteriorización de la propia naturaleza del hombre, son las pasiones como la relación necesaria entre sus órganos y las cosas que se estiman o se odian, que se desean o se repugnan. «Naciendo el hombre con necesidades, —dice d’Holbach— nada le es más natural que el deseo de satisfacerlas; susceptible del placer o del dolor, nada más natural que el amar el uno y aborrecer el otro. De donde se concluye que los deseos y las pasiones son esenciales al hombre, inherentes a su naturaleza, inseparables de su existencia y necesarios a su conservación. «

Considerar las pasiones, según las ideas de los estoicos, como enfermedad del alma; rechazarlas y pretender destruirlas como un gran mal de la vida, según hacen los creyentes de todas las religiones, vale tanto como proclamar el aniquilamiento del hombre mismo. En el fondo, no otra cosa suponen las tétricas teologías y las filosofías místicas que niegan la vida en aras del más allá ignoto.

¿Qué sería el hombre sin esos movimientos de atracción o de repulsión por los objetos queridos o aborrecidos? ¿Qué sería el hombre sin el amor, sin el deseo de bienestar, sin el anhelo del placer?

El odio mismo, pasión implacable, es altamente beneficioso cuando mueve al hombre contra la tiranía, contra la inmoralidad, contra todo atropello a la dignidad humana, contra la injusticia y la iniquidad.

La cólera, terrible sentimiento capaz de los mayores , daños, es natural y necesaria en ciertos límites, plausible cuando nos arroja a las tragedias en las que las vilezas sociales, las infamias humanas quedan sojuzgadas.

El amor propio, con frecuencia molesto, es, no obstante, acicate de dignidad que nos impide degradarnos.

Todas las pasiones, aun las peor reputadas, dentro de su medio natural de expresión, constituyen el fondo real de su vida y ellas hacen que el progreso humano no sea una simple palabra, que el trabajo, el arte, la ciencia, no sean conceptos vacíos de sentido. Sin la temeridad, no habría héroes. Sin el amor, no habría artistas. Sin la curiosidad, no habría ciencia. Sin las necesidades de la vida, no habría trabajo, no habría sociedad, no habría hombre. Sin el deseo del placer, el mundo se convertiría en un inmenso cementerio. Sin el amor de la gloria, sin la ambición de la gloria, si se quiere, todos seríamos unos pobres diablos.

Inútil declamar contra las pasiones; más inútil pretender aniquilarlas. Así como se dice del escritor «el estilo es el hombre», así se puede decir del ser humano que «las pasiones son el hombre». Sin ellas sería un leño o una estatua, según la expresión del filósofo. Y como el hombre no es por naturaleza ni lo uno ni lo otro, se deduce en buena lógica que sus pasiones son necesarias y útiles a su propio desenvolvimiento y al desenvolvimiento social.

Puede argüirse que las pasiones producen a veces efectos desastrosos, así para el individuo como para la sociedad. La observación no estará bien hecha, porque no es la pasión en sí la causa de tales desastres. Lo es su corrupción, su falseamiento; lo es el medio en que actúan. El deseo de satisfacer nuestras necesidades, suele trocarse en afán de riquezas, en usura, en robo. El amor propio, el amor de sí mismo, indispensable para el mantenimiento de nuestro decoro, de nuestra dignidad, conduce también a la pedantería y al orgullo. Mas no son éstos los productos naturales de la pasión. Aquí juega un papel principalísimo la moral social, las instituciones públicas, el patrimonio hereditario. Hay poderosas excitaciones al mal. Hay perversiones latentes. No son ricos todos los ladrones, pero casi todos los ricos son ladrones. Pedantes hay muchos en la cumbre; hombres dignos, no pocos en la sima.

Distingamos, pues, entre la pasión propiamente dicha, y sus viciosas desviaciones. Aquélla jamás puede contravenir el orden social, la vida armónica de los pueblos; éstas son siempre causa de perturbación y de graves males, así para el individuo como para la sociedad.

Más aún tratándose de las desviaciones pasionales, es preciso no olvidar la influencia de que he hecho mención en mi primera epístola. Las costumbres sociales y las leyes establecidas nos han hecho entender que toda ganancia es legítima y así se ve que la mayor parte de los hombres tratan de vivir cómodamente por medio de lo que en buen castellano se llama robo, el despojo continuo al resto de los ciudadanos, de tal modo que puede decirse que solamente se castiga la violencia del acto, aun cuando ésta esté justificada por la miseria o por la necesidad que, como dice muy bien d’Holbach, carece de ley. Del mismo modo podéis observar que mientras todo el mundo, tiene horror al asesinato, lo disculpa y tolera, por las preocupaciones sociales, cuando se disfraza con el nombre de duelo. Se repudia el robo, y el comercio y la industria no son más que portentosas organizaciones del latrocinio reglamentado al amparo de la ley. Se condena el asesinato, y la vindicta pública ahorca y fusila y las guerras glorifican el asesinato en masa. ¿Cómo queréis, amable contrincante, que las pasiones no se desvíen y produzcan terribles y desastrosos efectos?.

Pero cambiadlo todo; haced que el hombre halle sencilla y naturalmente los medios de satisfacer sus necesidades; procurad que la veracidad substituya a la mentira y a la hipocresía, y veréis como las pasiones obran de muy distinta manera.

«El carácter —dice Hobbes— es fruto del temperamento, de la experiencia, del hábito, de la buena o mala fortuna, de las reflexiones, de los discursos, del ejemplo, de las circunstancias. Cambiad estas cosas y el carácter se cambiará».

Pues así os digo yo: el vicio es fruto de nuestras costumbres sociales, de nuestras leyes, de nuestras preocupaciones y errores, de nuestras más que inútiles, dañosas instituciones. Cambiad todo esto y el vicio desaparecerá.

Convengamos, para terminar por el momento, en que las pasiones son absolutamente indispensables para que el hombre sea algo más que una máquina; convengamos en que sus defectos sociales no son de ningún modo perniciosos para la sociedad ni para el individuo, sino, al contrario, útiles y provechosos a todos; convengamos, en fin, en que la vocinglera declamación de los que quisieran convertirnos en leños o en estatuas es ajena por completo a las ideas que predominan en nuestros tiempos y a las verdades de orden científico, y afirmemos correlativamente los males indudables de las desviaciones de la pasión que en gran parte son fruto de preocupaciones, errores, hábitos y ejemplos cuya influencia no somos bastante fuertes para evitar.

Y convenido esto, dejemos para la siguiente carta el examen del determinismo, del extravío pasional, y de los medios adecuados para neutralizarlo o suprimirlo.

Rindiendo culto a la brevedad, queda a sus órdenes…

III

A poco que reflexionéis sobre las breves consideraciones de mi carta anterior, habréis de comprender que el extravío de las pasiones no proviene de ellas mismas.

Suponed al hombre en posesión de todas sus facultades y derechos; suponedle dueño de sus actos y en posesión de los medios necesarios para vivir con decoro; suponedle suficientemente culto para que puedan en él identificarse la ciencia y la conciencia; suponedle, en fin, consagrado al trabajo como miembro activo de una sociedad bien constituida, e indudablemente sus pasiones no podrán producir para sí y para los demás nada que no sea útil, conveniente, laudable y hasta necesario, si no es por rarísima excepción un tanto discutible. Suponedle, por otra parte, privado, parcial o totalmente, de las facultades y derechos, de sus afectos y de la libertad de sus actos; suponedle privado de los elementos que necesita para vivir dignamente y de la cultura indispensable para no marchar a ciegas por los senderos de la existencia; suponedle ocioso miembro inútil de la sociedad, y no negaréis que sus pasiones producirán más males que bienes, más perturbaciones que armonías.

Pues bien esto sentado, cabe preguntar: ¿si el vicio no tiene su origen en las pasiones inherentes al hombre, de qué proviene?

Voy a tratar de probaros que tiene su origen en la ausencia del sentimiento de Justicia. Glosaré, a mi modo, al filósofo de Besanson a trueque de que, como es ahora uso en algunos hombres de ciencia, se diga que todo esto no es más que lógica de sentimientos.

Las sociedades humanas están, sostenidas tanto por las necesidades materiales como por los sentimientos morales. La ciencia es una corroboración. La lógica pura un resultado. La vida no es un teorema porque es algo más que un teorema. Se puede pasar sin ciencia; no así sin alimentos y sin afectos. La fisiología es antes que la lógica. Si la justicia es cosa de sentimiento, toca a la ciencia razonarla.

Dispensad esta breve digresión y prosigamos.

Conoceréis la historia lo suficientemente bien para convenir conmigo en que las religiones, consideradas como idea y como sentimiento, han extraviado durante mucho tiempo a los hombres de todos los hemisferios. Las religiones todas, sin excepción, situando fuera del hombre la existencia del Bien, trasunto de la Justicia, nos acostumbraron a la creencia de que sólo de lo alto podrá sernos dado. Y para conseguir nuestra identificación con el principio de la justicia ultra terrestre, nos educaron en la práctica del bien por el temor y en la del odio hacia cuanto significaba oposición a la doctrina trascendente. Pero el temor y el odio han ido disminuyendo en el curso del tiempo hasta desaparecer casi por completo. Perdida la fe, se produjo el vacío moral, y la mayoría de los hombres quedó sin rumbo. Necesita la humanidad de los grandes ideales, y el período de transición fue naturalmente breve. Bien pronto se operó una profunda revolución. El principio del respeto mutuo que es, en esencia, traducción de la idea de Justicia, encarnó entonces en el órgano representativo de la sociedad, el Estado, y hablando más a la lIana, en el príncipe, el emperador, el rey, el primer magistrado, como se dice en términos democráticos. Pero entonces, como antes, se nos impuso el bien por el temor, temor a los nuevos poderes humanos, no mejores que los divinos. Obedientes un día a la voz de la altura, nos acomodamos fácilmente a los mandatos de los hombres representativos. También este santo temor a la autoridad social ha venido a menos. Es todavía la base de nuestras instituciones, pero está ausente de todas las conciencias.

Al presente nos encontramos en pleno escepticismo. Algunos buenos ciudadanos, un tanto místicos, buscan anhelantes un ideal nuevo, y no pudiendo inventar mejores religiones o más aceptables poderes, Se refugian en la moral independiente.

Pero ¿cuál es esa moral? ¿En qué se apoya? ¿Cómo se define? La moral es cosa extremadamente variable de lugar a lugar, de tiempo a tiempo, de clima a clima. Hacer el bien por el bien mismo es cosa óptima mas ¿qué es bien? ¿Qué es mal? ¿Qué nos garantiza esta bondad que se recomienda a sí misma?

No; la moral no basta. Asociada a la religión y asociada al Estado, ha sido impotente para guiarnos al bien. Por sí misma, no tendrá ni más fuerza ni más eficacia.

Es la justicia inmanente, valiéndome de términos caros a los filósofos, la única fuerza, el único imperativo, el solo motor que puede regular la vida social e inspirar la conducta individual.

Bajo esa palabra vaga que parece prestarse a las mismas dudas que la palabra moral, hay una cosa verdadera, indestructible. Subsiste, a través de todos los tiempos, en todos los hombres un fondo de equidad. No preguntéis en qué consiste ni cómo se define. Sencillamente observad cómo obra. Apenas hay momento supremo de la vida en que ese espíritu de equidad no se imponga a todos, sabios o ignorantes, pobres o ricos. Podrá flaquear ante las conciencias de los intereses, esfumarse en tiempos de subversión general; pero de ordinario nos conduce a ser rectos, considerados, respetuosos; en fin, justos.

Mientras el hombre creyó que la Justicia venía de lo alto, tuvo respeto para la Divinidad. Sin aquel espíritu de equidad, aun este respeto a la Divinidad hubiera sido imposible. Y por respeto a la Divinidad odió a sus semejantes, hizo las guerras religiosas, se sometió a la esclavitud, fue autómata, fue cosa. Tal idea de la Justicia no podía dar otros resultados.

La anulación absoluta es imposible, y al cabo se perdió aquel respeto y se estimó entonces que la Justicia era función de la sociedad. Continuamos situando fuera de nosotros lo que está en nosotros mismos. Se repitió la larga historio de guerras, de servidumbre, de anulación. El ciudadano es un rodaje del gran todo social. No hay respeto a la dignidad personal si no es por la imposición colectiva. Dios se llamó Estado.

¿Qué queda de todo esto? Subsisten todavía los templos y los cultos, las formas políticas y todas sus representaciones; pero subsisten a la manera que perduran algunas aglomeraciones de salvajes a la par del mundo civilizado. Todo ello ha muerto en la conciencia pública.

Ahora se levanta la personalidad y recaba su independencia. El ideal ha trasladado sus dominios al hombre libre, igual al hombre, que es el hombre justo. La idea de la dignidad personal, fruto del sentimiento de justicia inmanente, se produce en nosotros de un modo reflejo, y estimarse a sí mismo es idéntico a estimar a los demás. En vez del animal religioso, del ciudadano sumiso, del ser moral (metafísica se llama esta figura), afirmamos el hombre justo. La Justicia es superior a todas las teologías y a todas las filosofías. La justicia no es posible sino entre iguales, igualmente libres. Y es la libertad y es la igualdad la expresión terminante de los modernos ideales. La regla religiosa, a la sanción social, o finalmente, a la sanción moral, responde el principio revolucionario de la dignidad personal.

La justicia —dice Proudhon— es para todo ser racional principio y forma del pensamiento, regla de conducta, objeto de saber y fin de la existencia. Es sentimiento y noción, manifestación y ley, idea y hecho; vida, espíritu y razón universales. Así como en la Naturaleza todo concurre, todo conspira a un fin, todo marcha de acuerdo, según la expresión de un antiguo; así como, en una palabra, todo en el mundo tiende a la armonía y al equilibrio, así también, en la sociedad, todo se subordina a la Justicia, todo la sirve, todo se hace según sus mandatos, según su medida y su consideración; sobre ella se constituye, y a este fin el de los conocimientos; en tanto que ella ni está sujeta a nada, ni reconoce quién la mande, ni sirve de instrumento a poder alguno, ni aún a la misma libertad. Es de todas nuestras ideas la más inteligible, la más constante y la más fecunda, es de todos nuestros sentimientos el único que honran los hombres sin reservas y el más indestructible. Percíbela el ignorante con la misma plenitud que el sabio, y por defenderla se hace en un momento tan sutil como los doctores, tan valiente como los héroes. Por eso la edificación de la Justicia es la gran empresa del género humano, la más magistral de todas las ciencias, obra de la espontaneidad colectiva mejor que del genio de los legisladores, obra que jamás tendrá fin.

Del mismo modo que no podéis negar que las pasiones humanas son un hecho de naturaleza, así también convendréis conmigo en que el sentimiento de la Justicia, de que habla Proudhon, nuestro primer filósofo revolucionario, vive poderoso en el hombre y se le impone aun en las cosas más mínimas, y así conmigo convendréis también en que sólo por la debilitación de este sentimiento, el hombre cae, degenera y se envilece.

En todos nuestros actos, en todas nuestras determinaciones, el espíritu de Justicia se manifiesta vigoroso. Aun en los mayares extravíos, un poco de equidad pugna por abrirse paso. Sólo la preocupación religiosa y la razón de Estado han podido debilitarlo en nosotras. La montaña de una falsa educación pesa sobre la humanidad civilizada. La dignidad personal ha muerto en manos de la religión primero, del Estado después. Nada nos distingue, si no es el oropel de la ciudadanía, de los pueblos petrificados en la etapa teológica. Nuestros vicios, nuestros extravíos, nuestros crímenes, nuestras locuras, de ahí proceden. Dios y Estado, religión y legislación, misticismo y obediencia, revelación y explotación, de ahí la fuente de donde manan todos los extravíos pasionales.

Se nos dice que la felicidad no es de este mundo, se nos enseña a despreciar nuestras obras y a nosotros mismos, y la Naturaleza se subleva contra tamaña abominación.

Se nos pide respeto y acatamiento en las relaciones can nuestros semejantes, a nombre de una razón colectiva que se impone por la fuerza, y la Naturaleza se rebela también. La individualidad se revuelve airada.

Autoridad, propiedad, legislación, formas diversas de un mismo prepósito, la subordinación del individuo, juegan el mismo papel en esta existencia social que la religión, la absurda abstracción de un poder sobrenatural y antihumano.

La revolución es la que únicamente puede rehabilitarnos por la Justicia, provocando y exaltando en nosotros el sentimiento de la dignidad, el respeto mutuo, la independencia y la solidaridad. «En el orden de la conciencia —dice Proudhon— el más elevado de todos es la Justicia propiamente dicha, regla de nuestros derechos y de nuestros deberes, y en el orden de la inteligencia, lógica, matemática, etc., es la igualdad o la ecuación; en la esfera de lo imaginativo tiene por nombre ideal; en la Naturaleza el equilibrio. En cada una de estas categorías de ideas o de hechos, la Justicia se impone bajo un nombre especial y como condición sine qua non; sólo en el hombre, ser complejo cuyo espíritu abraza en su unidad los actos de libertad y las operaciones de Ia inteligencia, las cosas de la Naturaleza y las creaciones de lo ideal, se impone sintéticamente y siempre con igual autoridad; por eso el individuo que en sus relaciones con sus semejantes falta a las leyes de la Naturaleza o del espíritu, falta a la Justicia».

Admitid, pues, esta idea, este sentimiento de justicia que no os deja reconocer la preocupación religiosa y la preocupación política y veréis claramente que de conferirlo unas veces a la Divinidad y otras al Estado proceden todas las perturbaciones así individuales como sociales.

Imposible me parece que vayáis a pretender una revolución religiosa, una renovación política. La derrota de estos ideales es definitiva. Y del eclecticismo actual, sólo saldremos por la exaltación de la Justicia, de la Justicia inmanente. Que el hombre sea su Dios, su rey, su legislador, su todo: esto es lo que quiere la revolución, y no lo dudéis, la revolución triunfará, so pena de extinción de la raza humana por falta de ideal para su imaginación, de justificación para su conciencia, de salud y bienestar para su, cuerpo.

Pero observo que me extiendo demasiado y no quiero faltar a mi propósito. Hasta mi próxima.

Vuestro siempre, etc…

IV

Habréis comprendido ya, por lo que llevo dicho, que en la exaltación de la dignidad personal descansa el fundamento de nuestras aspiraciones. Cuando el hombre se estime a sí mismo en cuanto vale, estimará de igual modo a los demás y rechazará todo acto de injusticia, porque lastimará en su individualidad al grupo de que forma parte. La moral habrá dado un gran avance subordinándose al principio de Justicia; el extravío de las pasiones será tanto menor cuanto más y más se aprecien y respeten los hombres entre sí. La consideración entre iguales es cosa indiscutible.

Ahora bien: ¿En qué condiciones hemos de llegar a esta exaltación de la dignidad personal, tan rebajada por siglos de abyección religiosa e ignominia gubernamental? ¿En qué condiciones este ideal de la Justicia puede llegar a realizarse?

Contestaré sencillamente a estas dos preguntas: las condiciones necesarias de esta gloriosa transformación son: la libertad, el pan y la ciencia, La libertad, porque ella restituirá al hombre a su soberanía, a la integridad de sus actos, a la autonomía de su conciencia y a la razón, arrancándole de la esclavitud de la Iglesia y del Estado. El pan, porque sin la plena satisfacción de las necesidades de la alimentación, vestido, etc., no puede haber hombres dignos y libres, sino seres disminuidos, sumisos al que paga y al que manda, depauperados por el hambre, agotados por la miseria. La ciencia, porque ella edificará en la conciencia y en la razón de los hombres todo lo que no han podido edificar ni la religión ni el Estado: mutualidad, respeto, bondad, equidad, justicia.

«Puesto que el hombre llega a hacerse respetar él mismo y ser respetado por sí, es decir, por lo que vale su personalidad, será su protector, su guía y su juez».

Por la libertad, la igualdad y la ciencia, el hombre se dignificará, se elevará a la categoría de soberano y será factor de armonía social, porque será factor de justicia y de reciprocidad. Por la libertad, por la igualdad y por la ciencia se sustraerá, en fin, a la esclavitud del cuerpo y a la esclavitud de la conciencia; a la servidumbre del Estado, del capitalista y del sacerdote; al temor de los dioses y de los gobernantes.

Y es evidente que sustraído a estas diversas formas de degradación, causa permanente del extravío de las pasiones, que en posesión de un más alto concepto de sí mismo, todo el respeto que antes mostraba el hombre por los dioses del cielo y por los dioses de la tierra, refluirá sobre el hombre mismo en el seno de la sociedad, comunidad, república, o como queráis llamarla.

Siglos y siglos de educación religiosa no han bastado para arraigar en nosotros las diversas doctrinas de la teología; no han bastado para adaptarnos a la obediencia, a pesar de las variadas formas que ha ido revistiendo el principio de autoridad. El principio de la rebeldía y el de la duda han rebasado la herencia de los siglos. Si muchas cosas han persistido, muchas otras han variado. La evolución es el contrapeso de la herencia. Sin esto no habría progreso, y en lo humano no hay modo de negarlo. Ante todo y sobre todo surge poderosa la idea de nuestra soberanía oponiéndose a todos los obstáculos desde Dios hasta el último agente de la autoridad constituida. ¿Qué queréis que os diga y os proponga si tal es la naturaleza humana?

Que el hombre sea soberano: dadle pan, libertad y ciencia y no temáis.

«Las leyes son inútiles para los buenos —dice Demonax—, porque los hombres de bien no las necesitan; y también para los malos porque éstos no son mejores con ellas».

Porque, tenedlo en cuenta, la educación y la ciencia no pueden hacer del hombre todo lo que se les exige sino son ayudadas por un estado conveniente del educando o estudiante, del mismo modo que los afanes del agricultor se malogran en todo o en parte si las condiciones del suelo no le ayudan y favorecen en su tarea.

Poco importa que por la educación y por la ciencia hagáis un ser moral, sabio, justo, virtuoso, si lo colocáis en un medio social donde aprende inmediatamente que todas estas cualidades para nada sirven, porque sólo vive y vive bien el que explota y tiraniza, el que se apropia todos los beneficios y prerrogativas, todos los placeres y todas las ventajas. Poco importa, repito, que edifiquéis por la ciencia el hombre justo si ha de tropezar por todas partes con el espectáculo de la injusticia entronizada, de la desigualdad establecida y amparada por la ley, del privilegio y de la indignidad y la bajeza triunfantes. ¿De qué me sirve mi capacidad, mi razón, mi conciencia —dirá el hombre justo— si he de ser dócil instrumento de otros y oprimir o ser oprimido, explotar o ser explotado?

La primera condición de todo orden social equitativo es la libertad. No olvidéis que sin pan la Libertad es una solemne mentira. Una vez conquistada la libertad, poco resta que hacer.

La ciencia, en su expresión más general, ciencia de la naturaleza, de la vida y las costumbres, lógica, matemáticas, filosofía, es lo que necesitaremos adquirir inmediatamente para que el nuevo ideal se afiance y se confirme.

«Lo mismo que se ha dicho del hombre de bien que sabía ser elocuente porque tenía conciencia, se puede decir también que el sabio es incompatible con el malvado y que la conciencia edifica en nosotros la ciencia» (Proudhon).

Los moldes estrechos de nuestra instrucción y de nuestra educación social, más deprimentes que edificadores, se romperán al fin como se romperán los cachivaches de la sociedad y de la ley. Esto será simultáneo.

La ciencia que suponéis en el legislador pertenece a todos los hombres, en todos radica. ¿Qué podéis objetar a la soberanía personal? Puede y debe el hombre gobernarse sí mismo, porque sólo a condición de esta soberanía es posible el hombre justo a que aspiramos.

Necesita la humanidad un ideal y el ideal lo lleva en sí misma. La Justicia los emancipará definitivamente. Ella vive en el individuo y en la especie y se manifiesta prepotente aun por encima de nuestros vicios. ¿Cuántas veces el malvado es impotente para rebelarse contra ella, y la reverencia y la acata!

Me diréis todavía que, a pesar de todo esto, el vicio, el extravío pasional prevalecerá.

Y bien: yo no dudo —como dice un filósofo— que hay virtud y vicio, así como hay salud y enfermedad. Mas ¿acaso preconizo yo el hombre perfecto? ¿Acaso pretendo convertir a los hombres en ángeles?

Yo os hablo constantemente del hombre tal cual es, no del hombre ideal, fruto de visionarias imaginaciones. Y con el hombre de hoy ha de realizarse esta gran transformación que os anuncian conmigo, y yo con ellos, millones de hombres de trabajo.

Admito el extravío de las pasiones y hasta el crimen, si queréis, como admito la patología y la demencia. Y admitiéndolo, me limito a remitiros a las enseñanzas de la antropología y de la sociología, que no han dejado de vuestro aparatoso edificio jurídico sino informes escombros.

¿Podréis darme por ventura, vos y los vuestros, alguna solución que realice lo que sólo es posible en una existencia de lo absoluto, negación terminante de la vida y del progreso?

Vuestras leyes y vuestras autoridades con su vindicta pública no han sabido hasta el presente más que sumar un crimen a otro crimen. Vuestras cárceles se llenan continuamente de delincuentes ¿y que obtenéis? No menos que la creciente perversión del delincuente.

Si retrocedéis un poco volveréis al Dios de las venganzas. La venganza, sólo la venganza os inspira.

En un régimen de libertad, convenientemente auxiliado por la educación y por la instrucción, todo sucederá de distinto modo. Suprimidas las causas de la delincuencia, habrá que cerrar las cárceles, substituida la medicina al castigo, habrá la posibilidad de curación para el delincuente. ¡Comparad los resultados presentes con las posibilidades futuras!

¿Cómo no ha de suceder así si vosotros veis en el ser humano sólo lo despreciable, lo subordinado a un ente superior mientras nosotros lo reputamos como lo más digno, lo más notable y lo colocamos por encima de todo, soberano y juez de sí mismo? A tales causas tales efectos.

¿Qué importa que la pasión desordenada ocasione pequeñas perturbaciones?

En la Naturaleza el equilibrio es innegable, y no obstante, las perturbaciones parciales se hacen patentes a cada momento.

Es menester que no se inviertan los términos tomando por esencial lo secundario, y recíprocamente.

Reconocido el hecho y examinado con la atención debida, veremos que esas perturbaciones decrecerán sensiblemente en número, como ya he dicho, y que contra ellas el único remedio es la misma libertad.

Esto quiere decir que vamos a entrar de lleno en la cuestión capital.

Queda por un momento a vuestras órdenes, etcétera.

V

Hagamos un buen resumen. Habéis visto primero que las pasiones humanas por sí no sólo pueden producir desórdenes, sino que son el agente necesario de manifestación para el individuo y para el grupo. Habéis visto luego que las tales pasiones obran en la sociedad según el medio ambiente en que se desarrollan. Y habéis quedado convencidos de que en realidad son los extravíos pasionales los que dan origen a la perturbación, de orden general en nuestros días, extremadamente limitada en lo futuro, dada una organización de acuerdo con la naturaleza humana.

Creo haber demostrado que la inarmonía social es el resultado inevitable de los principios en que descansa nuestra organización presente.

No discutiremos más este punto. Vosotros reconocéis el mal y os declaráis impotentes para evitarlo. Vuestras instituciones no van más allá de la cárcel y del patíbulo. Y cuando no acudís a la represión largáis el mochuelo a la Divinidad. Este modo de proceder no fatigará a vuestro entendimiento. Es sumamente expeditivo.

Examinemos la hipótesis que defiendo.

Hacedme la merced de avivar vuestra potencia de abstracción y olvidaos por un momento de las instituciones sociales que hoy nos rigen. Basta que conservéis intacta la noción del hombre tal cual es en sí mismo.

Figuraos una sociedad nueva. Los llamados poderes públicos han sido abolidos y el principio de autoridad se ha esfumado. El mandato y la obediencia no existen: todo es voluntario, acatamiento, mutuo apoyo, recíproco respeto. La autoridad es materia de cambio, cada cual la acepta como le parece conveniente, del mismo modo que aceptamos hoy los preceptos de higiene, la opinión de los especialistas, etc. Todos los hombres son libres, Libremente se trabaja, libremente se cambia, libremente se contrata. La propiedad privada de la tierra, de las fábricas, de las minas, ha sido substituida por la posesión en común. Cada cual, individuo o grupo, usa libremente de cuanto necesita para producir cambiar y consumir. El arte y la ciencia son de dominio general, Todo se ha socializado.

A la división de gobernantes y gobernados ha substituido la asociación de los hombres libres. A la de explotadores y explotados, la gran familia de los iguales, iguales a la medida de sus diversas condiciones y de sus variables necesidades. La igualdad implica la medida de la satisfacción de todas las desigualdades naturales.

Preguntaréis asombrados: ¿Cómo se entienden, cómo se las arreglan en sus relaciones los hombres libres e iguales?

Seguramente no concebiréis un rebaño sin pastor y os costará gran trabajo imaginar una sociedad sin gobierno, un campo sin amo, una fábrica sin patrono. Suprimid la falsa analogía del rebaño y la sociedad y vuestro entendimiento se despejará.

No somos borregos, señor mío. Por algo y para algo llevamos en nosotros mismos la razón, guía único, supremo soberano de nuestros actos. Podemos asociarnos como hombres, entendernos sin pastor. El rebaño, la recua, la piara no son asociaciones. ¡Qué pobres andáis de inteligencia! Y que podemos entendernos y asociarnos sin pastor, lo prueban, a mayor abundamiento, multitud de asociaciones privadas que viven hoy mismo fuera de la legislación y del principio de autoridad. Y os lo prueba, en último término, vuestra propia vida social, que no es más que una serie complicada de transacciones libremente realizadas. El Estado, el gobierno, etc., son un añadido, un andamiaje, superestructura innecesaria.

En esta sociedad nueva que presupongo, los hombres se asocian, se federan para tal o cual fin, sin necesidad de subordinarse los unos a los otros. Combinarse, no subordinarse, es el objeto de toda sociedad. El contrato es la fórmula corriente entre los hombres libres, Hoy mismo la mayor parte de la vida social es puro contrato. Los emancipados así procedéis. Pues del mismo modo que vosotros constituís sociedades industriales, mercantiles, etc., así ellos se asocian, constituyen federaciones de producción industrial, de trabajo agrícola, de arte, de instrucción, de seguridad, de mutuo apoyo. La sociedad es así la resultante libre y espontánea de las iniciativas espontáneas y de grupo, libremente concordadas.

¿No os parece que esa es la sola manera de que la armonía social sea una realidad? ¿No creéis que en un medio tal, las causas de extravío y de desorden apenas existirán?

Vuestros hombres de gobierno y vosotros mismos, vivís acorralados por el temor a las sediciones. En nuestra hipótesis no son posibles. ¿Contra qué ni contra quién rebelarse? Las asociaciones se disuelven lo mismo que se forman, libremente. Donde nadie obliga a nadie, nadie tiene que rebelarse contra nadie.

Pues bien: En una sociedad bien organizada, ¿pueden las pasiones humanas ser causa de inarmonía? Ya os he dicho que las pasiones en sí mismas son la fuente natural de toda manifestación, de toda actividad, de todo progreso. Lo son en vuestro propio organismo social. ¿Cómo no lo serían en el que supongo?

Pero me diréis: ¿y las pasiones que d’Holbach llama viciosas, con todas sus consecuencias de delitos y crímenes?

No temáis que rehuya la cuestión. Voy a probaros, con este motivo, mi tesis principal.

Os he demostrado que muchas pasiones naturales se pervierten a causa del medio social en que se producen. Puedo probaros también que muchas de las que tenéis por pasiones perturbadoras no lo son sino desde vuestro punto de vista. El que se subleva es para vosotros un delincuente; lo es también el que toma lo ajeno contra la voluntad de su dueño, Y yo os digo que el que se rebela no es un delincuente. Toda nuestra historia es una serie de rebeliones, y las que vosotros condenáis son únicamente las que van contra vuestro poder. No tenéis otra lógica que la de vuestro privado interés. Sois falsarios. Como por naturaleza el hombre es libre, toda privación de libertad es iniquidad y no es delincuente el que se subleva, sino el que detenta la libertad. También hay parcialidad cuando condenáis el robo. Satisfacer una necesidad no puede ser delictivo. Es delito privar a cualquiera de los medios indispensables a su subsistencia. Pero vuestras leyes, vuestras instituciones lo entienden al revés. Yo no amparo al robo, sino que junto en una misma condenación a todos los ladrones. Hay en vuestras palabras contra la voluntad de su dueño, lo que se llama una petición de principios, ¿Quién ha instituido esos dueños? Habéis legalizado el robo y repudiáis a los que aplican violentamente vuestros astutos procedimientos. A poco que se les permita la impunidad, los ladrones entran en la ley y son reverenciados. El éxito les hará gritar bien pronto contra la canalla que se apodera de lo ajeno contra la voluntad de su dueño. Todo esto es viable en vuestras instituciones sociales y todo ello está fuera de la Justicia.

Socializad la riqueza y el problema será muy distinto, Quien quiera que se apodere de una parte de esta riqueza será en realidad un detentador, un ladrón. Pero ¿por qué ha de acaparar nadie aquello de que puede hacer libre uso?

Tal es la fuerza de nuestra hipótesis que realiza una ficción vuestra. Habéis querido hacer propietarios a todos los hombres, teóricamente se entiende, e inventasteis una trampa, dispensad la palabra. Con la posesión en común y el uso libre de la riqueza social, nosotros convertiremos en realidad vuestra ficción: todos los hombres son propietarios.

Empezad la eliminación. Delitos de sedición, ataques a la autoridad, desconocimiento de los poderes constituidos, son sucesos imposibles en una sociedad libre. Por aquí se os escapan de las garras una porción de criminales. El hurto, el robo en todas sus formas, es igualmente imposible donde cada uno dispone de los medios necesarios para subvenir a las exigencias de la vida. Con esta nueva tanda, vuestros presidios se despueblan. Podéis poner en las puertas el consabido «se alquila».

¿Qué queda, en efecto? El homicidio y el asesinato son casi siempre derivaciones de la rebelión o del robo. Los delitos llamados de sangre raras veces se dan sin concomitancias con determinados móviles.

Matar por matar, matar por la ceguedad de todas nuestras potencias humanas, es una monstruosidad muy poco frecuente, por fortuna. Registrad vuestras estadísticas criminales, y a pesar de sus prejuicios, os convenceréis de lo que digo.

Todavía restan los delitos ocasionados por amor, los celos, etc. No significan tanto, hoy mismo, como parece. Los sostiene y fomenta la maldita idea de la propiedad. Consideramos a la mujer como consideramos a la vaca o a la máquina, cosa apropiable. Queremos en todo la exclusiva. La educación actual confirma todo esto y nos induce al delito. Las leyes son ineficaces para corregir lo que la educación edifica. Cambiemos de arriba a abajo todo el organismo social. Es preciso.

Sea como fuere, la ley nada remedia, el castigo nada evita. Por eso volvemos la vista de nuevo a la libertad y a la ciencia. A la libertad para educar al hombre en los hábitos de su soberanía y de su respeto propio, fuente y origen del respeto reciproco entre todos los seres humanos. A la ciencia para .que remedie, corrija, enmiende o modifique las torceduras de la Naturaleza. Ella hará cada vez más; el castigo y la ley hacen cada vez menos.

¿Qué significarán algunas pasajeras perturbaciones de la pasión extraviada o del organismo enfermo?

El delito y el crimen quedan tan reducidos que estoy por aseguraros que se anulan por completo. No rechazaré, sin embargo, su posibilidad, del mismo modo que no rechazo la existencia de las enfermedades. Todo es uno y lo mismo. Nada hay que no sea producto de estos dos factores: el individuo y el medio en que se desenvuelve. En cada momento de la vida se está elaborando en cada organismo lo que será en cada instante subsiguiente, sano o enfermo, cuerdo o loco, honrado o delincuente. Pero de todos modos, esto no importa gran cosa a mi tesis.

Por de pronto la delincuencia y la criminalidad son mucho menores en mi supuesto, aun con las condiciones del hombre actual. ¿Cuánto no disminuirían por medio de la instrucción integral y por una educación desposeída de errores y preocupaciones? Reconoced conmigo la certeza inmediata de esta disminución. Es de una evidencia concluyente.

Ya sabéis que la violencia provoca la rebeldía. Si aún en mi hipótesis quisierais acudir a la autoridad contra el extraviado, sólo conseguiríais exacerbar el delito y el crimen. La libertad, sólo la libertad, ayudada por la ciencia, es el remedio.

Y como, en resumen, tan pequeñas perturbaciones no pueden constituir más que una rara excepción, concluyo, en buena lógica, que la inarmonía social no puede derivarse de las pasiones humanas en una sociedad equitativamente organizada.

En vuestro sistema ocurre todo lo contrario. El robo, la sedición, la matanza, tienen carácter permanente y general. Vivimos en plena perturbación. A eso llamáis orden. Os confieso que no lo entiendo.

Si recorréis nuevamente cuanto dejo expuesto, veréis surgir a cada paso la verdad antes dicha, no por mi elocuencia, si no por su lógica. Por ella se verifica, del mismo modo que se hace en una ecuación, al sustituir en lugar de la incógnita su valor, que la causa de la inarmonía social es la existencia de los poderes y de las instituciones representadas por la iglesia y por el Estado que ímplican la ausencia total del sentimiento de Justicia de que antes os he hablado.

Este principio de Justicia, imposible con vuestras instituciones, tiene plena realidad en nuestro ideal revolucionario.

Si aun vaciláis, guardaos de los furores de la revolución.

Vuestro, etc…

VI

Terminaré con un breve epílogo.

Cuando nada se oponga a la libre manifestación de las pasiones; cuando nada estorbe su desenvolvimiento natural, cuando la instrucción convierta al hombre en dueño de sí mismo; cuando la miseria no nos empuje a la desesperación y el privilegio no nos lance a la ruina; cuando, en fin, vivamos en una sociedad libre e igualitaria, la guerra social, la lucha de los intereses, habrán dejado de existir.El crimen horrible que hoy nos espanta hasta el punto de hacernos dudar del hombre, no vendrá a oprimirnos el pecho sumiéndonos en el dolor.

Este orden social, absurdo y feroz, se habrá llevado, al desaparecer, sus efectos más inmediatos: la guerra, la miseria, el robo, el homicidio, el asesinato. Un inmenso abismo separará la historia de nuestros días de la de aquellos tiempos en que la libertad, la paz y la justicia serán una realidad.

El cuadro que hoy se ofrece a nuestra vista es aterrador. Los hombres se matan por los más insignificantes motivos. El hombre burdo e ignorante usa la navaja o la pistola; el florete o la espada el hombre culto. Unos se salvan de la miseria por el robo, otros por el suicidio. Aquí se degrada el hijo de familia, allí se prostituye la mujer. A unos les impulsa el hambre, a otros la desesperación. El ignorante y el inteligente, en lucha desigual con el privilegio, perecen en la demanda o vencen por malas artes. Aquí pasa una falange de escuálidos obreros pidiendo pan o trabajo; allí un montón abigarrado de mendigos, sucios y haraposos, comidos por la miseria; más allá un turbión indefinido de gentes, que un día fueron felices y hoy no conservan del pasado más que sus raídas levitas y su repugnancia por el trabajo manual. Hay que cerrar los ojos para no ver. Sólo a fuerza de hábito se puede vivir indiferente en medio de tanta vileza.

Tal es el estado de cosas en nuestros días. La excepción la constituyen los pocos que viven bien y a gusto con lo existente.

¿Dudáis que la miseria sea el agente principal del crimen?

Vuestras estadísticas lo están voceando; lo dicen vuestros jueces y fiscales; lo grita todo el mundo.

Venid a nosotros si sois hombres de conciencia y ayudadnos a amontonar los elementos inflamables del próximo incendio.

Que no os acobarden la energía de nuestras protestas, las formidables acometidas de las multitudes enardecidas por el espíritu de rebelión y aguijoneadas por el hambre. Todo esto es necesario como anticipo de la batalla definitiva.

No os asombren nuestros cantos al exterminio de la iniquidad. Destruir es nuestra primera obra. La edificación vendrá enseguida, inmediatamente. Llama ya a nuestras puertas.

¿Queréis ser de los nuestros?

Os saluda cordialmente el adversario y cuenta contaros como amigo.

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