LEONCIO
No es lo que suele llamarse un carácter excepcional. Es un tipo casi vulgar, pues que abunda en las sociedades modernas.
Los datos mismos proceden de la vida real. No es, pues, una fantasía de la imaginación, y corro, por tanto, el riesgo de ofrecer como objeto de estudio lo baladí, lo insignificante, haciendo bostezar á mis lectores.
Y en efecto: nada hallarán grandilocuente, noble, sublime, en este artículo; nada que se parezca á un gran carácter ó á un genio particular, extraordinario. La observación es mi único elemento, y esa buena señora raras veces tropieza con lo excepcional, mucho menos si el observador es de tan cortos alcances como el que esto escribe.
Por esto llamo en mi auxilio la autoridad de cierto adagio, y me lanzo, marino temerario, al furor de las olas en la destartalada barca de mis misérrimas observaciones.
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Madrid, la gran fábrica de sabios, de estadistas, de literatos; el inmenso bazar de las medianías y de las nulidades, la ciudad de las ambiciones y de las concupiscencias, la villa de la cortesanía y de las vanidades: hé ahí el laboratorio de mis experimentos y el campo de operaciones del tipo casi vulgar, objeto de este artículo.
El y yo nos encontramos al azar en este formidable estómago de la nacionalidad española. Somos dos infusorios perdidos en las inmensas cavernas de sus tragaderas
El es joven. Acaba de hacerse bachiller al estilo de la mayoría de nuestros estudiantes, y tiene, por tanto, el primer elemento que necesita para acreditar su talento: un título.
Su cabeza grande, que bien pudiera pasar por gran cabeza, responde del porvenir brillante que le aguarda. Y como muestra evidente de que no lo duda, inscribe su nombre en las listas de matrícula de la universidad central. El derecho es el objeto de sus nuevos estudios y afanes. Se hará doctor: es indudable.
Sus veinte años no son los del joven casquivano y bullicioso. Son veinte años graves, que maduran sus actos, que piensan parsimoniosamente, que elaboran planes serios para el porvenir. Hacerse abogado y ganar la representación de su pueblo en cortes: hé ahí la ecuación de sus aspiraciones.
Empieza por donde otros acaban y duran acabar todos, aunque acerca de esto haya diversas opiniones.
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No fía el triunfo de sus propósitos á la suerte. Ya sabe bastante para no ignorar que la fortuna sólo favorece á los que son bastante audaces para conquistarla.
Su primer cuidado consiste en rodearse de un grupo de amigos propicios á convertirse en admiradores.
Pero esto no basta. Le es necesario crear cierta atmósfera á su derredor, y funda una sociedad á que da el modesto nombre de Ateneo de Amigos. Desde luego, la presidencia de este círculo, asociación ó lo que sea, se le confiere por unanimidad.
Esta sociedad sirve de inofensiva distracción y de provechosa enseñanza á un grupo de jóvenes. No faltan, pues, los plácemes de los papás y de los amigos graves.
Leoncio, que así llamaremos á nuestro hombre por llamarle de algún modo, entra por tal modo en campaña.
No obstante, todavía puede juzgarse al Ateneo de Amigos como á un grupo de niños que juegan á los hombres de la misma manera que pudieran jugar á los soldados con figurillas de plomo.
Reuniones, polémicas, veladas, toda la serie rutinaria á que suelen entregarse también los hombres serios, ocupaban día y noche á los precoces ateneístas. Tras esto venía el lógico desenlace de escisiones, disgustos, imposiciones despóticas del presidente, protestas de los revoltosos, etc., etc. Pero Leoncio triunfaba siempre. También entraban en sus planes esos inconvenientes societarios y sabía vencerlos en el momento oportuno.
Mas era necesario ya que los niños se convirtieran en hombres.
Leoncio lo creía indispensable.
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Entonces concibió el pensamiento de celebrar una velada magna, verdadero puente por donde se proponía pasar al otro lado del aplauso amistoso. Era preciso que asistiera mucha gente, que el acto revistiese todo el aparato de un verda- 1 dero acontecimiento.
Leoncio era la enciclopedia del Ateneo: arte, literatura, filosofía política, todo lo abarcaba con su potente imaginación. Ahora, por el contrario, se proponía cultivar la oratoria exclusivamente. A sus luminosas memorias sobre todas las ramas del saber humano, sustituiría la elocuencia de su palabra. Iba á presentarse ante un público numeroso y escogido, y se proponía conquistarlo deslumbrándolo con su fácil palabra.
Los papás y los amigos deliraban ante la soberbia audacia de Leoncio.
Se dispuso amenizar la fiesta con un ligero 1 lunch. La música, la poesía, la literatura en general, necesitaban este auxilio gastronómico para que el éxito fuera completo.
Se preparó, pero esto en secreto, una sorpresa agradable. Era preciso encontrar un publicista de fama que presidiese el gran festival, y se encontró. Publicista de fama, sí, para el vulgo indocto; medianía ilustre para el ilustrado vulgo; uno de tantos sabios de relumbrón para el que serenamente juzga de los hombres y de las cosas.
Llegó el día y con él la noche prefijada. Leoncio esperó modestamente el momento oportuno de mostrarse en público.
La sala, lujosamente adornada, resplandeciente de luz y de alegría, llena de bellas señoritas (bellas por galantería las más), y de mamás graves, de sesudos homes y de jóvenes almibarados, ofrecía un golpe de vista magnífico. La mise en scène respondía, sin duda, al objeto de la magna velada.
Y así como llegó el día y con él la noche, llegó también el supremo momento.
RICARDO MELLA
(Se concluirá)
LEONCIO
(CONCLUSIÓN.)
Leoncio, revestido de toda su gravedad, sereno como quien no teme el resultado de una batalla, dueño de sí mismo, extiende el brazo arrogante y da comienzo al exordio de su oración.
Su discurso ¡discurso magistral! levanta una verdadera tempestad de aplausos. Allí, envueltas en magníficas combinaciones retóricas, hizo desfilar las artes, las ciencias, los progresos modernos, la libertad, la justicia; toda la serie, en fin, de la vana palabrería y fórmulas hueras de la oratoria. Desde el indivisible átomo de la materia hasta la gran mecánica del universo; desde la idea elemental, primitiva, de las matemáticas, hasta las sublimidades metafísicas de los infinitamente grandes y los infinitamente pequeños; desde el principio físico del paralelogramo de las fuerzas hasta las más complejas teorías de la luz, el calor y la fuerza obtenida por trasformaciones sucesivas de otros elementos; desde el más simple principio de política menuda hasta los más elevados y radicales conceptos de la sociología; todo, todo en rápida carrera salía de sus labios á torrentes, atropellándose, sucediéndose sin método ni fin ni concierto. Los nombres más ilustres: Hegel, Kant, Krausse, Proudhon, Bastiat, Spencer; Zola, Daudet, Galdós, Bismarck, Gladstone, Gambetta; pasaban uno tras otro ante el atónito auditorio, glorificados algunos, maltrechos no pocos.
Pero ¿dijo algo Leoncio?
¡Ah! En medio de aquel desordenado desfile, en medio de aquella grandiosidad retórica, en medio de aquella elocuencia arrebatadora; ni una sola idea, ni un solo propósito, nada concreto y profundo hubierais hallado.
¿Qué había dicho en resumen? Nada.
¿Qué se había propuesto decir? Menos aún.
Todo el secreto consistía precisamente en ese nada lujosamente ataviado, discretamente disfrazado.
La conquista, el deslumbramiento, se había consumado: hé ahí todo.
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¿Qué decir de los que consciente ó inconscientemente ayudaron á Leoncio en su obra?
Unos, menos audaces que Leoncio, pero identificados con él en propósitos, lo emulaban, prestándose á trabajar por cuenta propia, mal encubierta la envidia por superarle. Otros, ajenos en absoluto á tales audacias y ambiciones tales, trabajaban arrastrados por la corriente, sin preocuparse gran cosa del éxito y del ruido. ¡Quizás entre éstos había verdaderos genios!
El festival nocturno terminó. Leoncio pudo dormir aquella noche con la seguridad de su triunfo. Tal vez soñando oyó las voces de sus admiradores. Quien aseguraba que era preciso reconocer en él un verdadero talento; quien que su elocuencia sólo era comparable á la de nuestros grandes oradores; quien le atribuía, además de todas estas cualidades, la de ser un gran artista, un gran genio del saber humano. Era una esperanza de la patria.
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Leoncio no era uno de esos jóvenes que viven por el estudio y para el estudio; no tenía la ambición del saber, ¡santa ambición!; no buscaba un nombre conquistado por el talento y la instrucción. Nada de esto. Sí: Leoncio quería el brillo personal, el que se busca y se encuentra por caminos tortuosos, el que uno mismo se fabrica por el propio aplauso y el del amigo, el que se levanta efímero sobre la ignorancia de muchos y la estúpida admiración de no pocos. Leoncio quería exclusivamente esto, y sólo esto ambicionaba: ¡ambición mediocre!
Encerradle en un gabinete de estudio, y romperá sus paredes ó morirá de rabia. Condenadle á la oscuridad hasta que acredite su saber, y preferirá que le condenéis á muerte. Quiere deslumbrar desde luego, se siente ya capaz de todas las osadías y temeridades, y no retrocederá ante ningún obstáculo.
¡Por qué no ha de ser él como tantos otros!
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Leoncio será pronto doctor. El término de sus primeros proyectos se acerca y no lo olvida.
No basta ya el círculo de los amigos y los amigos de los amigos, de los conocidos y los conocidos de los conocidos, permítaseme esta licencia. Es necesario que su nombre ruede de periódico en periódico para que la fama sea universal.
Su primer artículo, La revolución se acerca, apareció en cierto periódico de su pueblo, un pueblo de Andalucía, y fué denunciado. Escribe su segundo artículo, más fuerte aún que el anterior, y sufre igual suerte. Todo marcha bien. El primer deber es hablar con claridad al pueblo, conquistarlo, prepararlo en provecho propio. Si es necesario el martirio, hasta él irá.
El nombre de Leoncio corre ya de boca en boca, y su fama pasea por España en triunfo.
Ya era hora de concluir. Una docena de periódicos, ejerciendo de incensarios, se hacían lenguas del joven doctor, publicista insigne y valiente, orador temible, gloria de las letras y de la patria.
Su pueblo natal le aclama diputado, le honra con demostraciones entusiásticas y brillantes festejos, que enloquecen y acaban con la escasa reflexión de Leoncio.
¡El éxito! ¡El éxito! Es la única idea que bullía en su gran cabeza, ya que no cabeza grande.
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Leoncio sigue brillando cuanto quiere y como quiere.
El político ramplón se pregunta envidioso: «¿Quién es? ¿De dónde viene? ¿A dónde va?»
El industrial, el comerciante, se dicen: ¿«Qué pretende? ¿Qué busca? ¿A qué tanto ruido?»
El obrero oye y calla pacientemente y tal vez duda.
El sabio, el hombre que después de muchos años de estudio no ha visto su nombre en la prensa más que por tibias referencias, tal vez se cala los lentes y observa asombrado esta nueva especie de bimanos excepcionales. ¡Qué revolución se verifica probablemente en su cerebro!
Pero Leoncio ha roto ya la helada superficie de la vulgaridad.
¿Creéis que será ministro, papa, rey, etc.?
Será cuanto quiera y cuanto pueda. Será, si se lo propone, centro y foco principal de un nuevo sistema planetario.
Pero también será siempre la nulidad endiosada, la vanidad santificada, el orgullo idolatrado, la ignorancia entronizada.
Hombre de talento ¿lo será alguna vez? Sí, mas de relumbrón.
RICARDO MELLA
La Ilustración ibérica 6 no. 296 (September 1, 1888): 558; 6 no. 297 (September 8, 1888): 571, 574.