Ricardo Mella, “La bancarrota de las creencias” and “El Anarquismo naciente”

LA BANCARROTA DE LAS CREENCIAS

A mi hermano J. Prat:

La fe tuvo su tiempo; tuvo también su quiebra ruidosa. No queda en pie a estas horas sino solitarias ruinas de sus altares.

Si preguntas lo mismo a las gentes cultas que a las que llevan todavía taparrabo intelectual, y quieren contestarte en conciencia, te dirán que ha muerto para siempre la fe; la fe política, la fe religiosa, hasta la fe científica que ha defraudado tantas esperanzas.

Muerto todo el pasado, las miradas giraron anhelantes hacia el sol naciente. Las ciencias tuvieron sus himnos triunfales. Y sucedió que la multitud se dio nuevos ídolos, y ahora mismo andan los conspicuos de las creencias nuevas predicando a diestro y a siniestro las excelsas virtudes de la dogmática científica. La peligrosa logorrea de encomiásticos adjetivos, la charla sempiterna de los sabios de guardarropía, nos pone en trance de que con razón se proclame la bancarrota de la ciencia.

En realidad de verdad no es la ciencia la que quiebra en nuestros días. No hay una ciencia; hay ciencias. No hay cosas acabadas; hay cosas en perpetua formación. Y lo que no existe no puede quebrar. Si se pretendiera todavía que aquello que está en constante elaboración, aquello que constituye o va constituyendo el caudal de los conocimientos, hace bancarrota en nuestra época, demostraríamos únicamente quien tal dijera que buscaba en las ciencias lo que ellas no pueden darnos. No quiebra la labor humana de investigar y conocer; lo que quiebra, como antes quebró la fe, son las ciencias.

La comodidad de crear sin examen o después de deliberación madura, unida a la pobreza de la cultura general, ha dado por resultado que a la fe teológica haya sucedido la fe filosófica y más tarde la fe científica. Así, a los fanáticos religiosos y a los fanáticos políticos siguen los creyentes en una multitud de «ismos», que si abonan la mayor riqueza de nuestro entendimiento no hacen sino confirmar las atávicas tendencias del humano espíritu.

Pero, ¿qué significa el clamoreo que a cada paso se levanta en el seno de los partidos, de las escuelas y de las doctrinas? ¿Qué es ese batallar sin tregua entre los catecúmenos de una misma iglesia? Es, sencillamente, que las creencias quiebran.

El entusiasmo del neófito, el sano y loco entusiasmo, forja nuevas doctrinas y las doctrinas nuevas creencias. Se anhela algo mejor, se persigue lo ideal, se busca noble y elevado empleo a las actividades, y apenas hecho ligero examen, si se da con la nota que repercute armónicamente en nuestro entendimiento y en nuestro corazón, se cree. La creencia nos arrastra entonces a todo; dirige y gobierna nuestra existencia entera; absorbe todas nuestras facultades. No de otro modo es como las capillas, como las iglesias, chicas o grandes, se alzan poderosas por todas partes. La creencia tiene sus altares, tiene su culto, tiene sus fieles, como los tuvo la fe.

Mas hay una hora fatal, inevitable, de interrogaciones temibles. Y esta hora luminosa es aquella en que un pensamiento maduro se pregunta a sí mismo la razón de sus creencias y de sus amores ideológicos.

La palabra ideal, que era algo así como la nebulosa de un Dios en cuyo altar quemábamos el incienso de nuestros entusiasmos, se bambolea entonces. Muchas cosas se desmoronan dentro de nosotros mismos. Vacilamos como edificio cuyos cimientos flaquearan. Nos sentimos molestos con los compromisos de partido y de opinión, tal como si nuestras propias creencias llegaran a convertirse en atadero inaguantable. Creíamos en el hombre, y ya no creemos. Afirmábamos en redondo la virtud mágica de ciertas ideas, y ya no osamos afirmarla. Gozábamos el entusiasmo de una regeneración positiva inmediata, y ya no la gozamos. Sentimos miedo de nosotros mismos. ¡Qué prodigioso esfuerzo de voluntad para no caer en la más espantosa vacuidad de ideas y de sentimientos!

Allá va la multitud arrastrada por la verbosidad de los que no llevan nada dentro y por la ceguera de los que se creen repletos de grandes e incontestables verdades. Allá va la multitud prestando con la inconsciencia de su acción vida aparente a un cadáver cuyo enterramiento no espera sino la voluntad fuerte de una inteligencia genial que arranque la venda de la nueva fe.

Pero el hombre que piensa, el hombre que medita sobre sus opiniones y actos en la silenciosa soledad a que le lleva la insuficiencia de las creencias, esboza el comienzo de la gran catástrofe, presiente la bancarrota de todo lo que mantiene a la humanidad en pie de guerra y se apercibe a la reedificación de su espíritu.

Las polémicas ruidosas de los partidos, las diarias batallas de personalismos, de enconos, de odios y de envidias, de vanidades y de ambiciones, de las pequeñas y grandes miserias que cogen al cuerpo social de arriba abajo, no significan otra cosa sino que las creencias hacen quiebra por doquier.

Dentro de poco, tal vez ahora mismo, si profundizáramos en las conciencias de los creyentes, de todos los creyentes, no hallaríamos más que dudas e interrogaciones. Confesarán pronto sus incertidumbres todos los hombres de bien. Sólo quedarán afirmando la creencia cerrada aquellos que de afirmarlo saquen algún provecho, del mismo modo que los sacerdotes de las religiones y los augures de la política continúan cantando las excelencias de la fe que aun después de muerta le da de comer.

¿Es, acaso, que la humanidad va a precipitarse en el abismo de la negación final, la negación de sí misma?

No pensemos como viejos creyentes que lloran ante el ídolo que se derrumba. La humanidad no hará otra cosa que romper un anillo más de la cadena que lo aprisiona. El estrépito importa poco. Quien no se sienta con ánimos para asistir sereno al derrumbamiento, hará bien en retirarse. Hay siempre caridad para los inválidos.

Creímos que las ideas tenían la virtud soberana de regenerarnos, y nos hallamos ahora con quien no lleva en sí mismo elementos de pureza, de justificación y de veracidad, no los puede tomar a préstamo de ningún ideal. Bajo el influjo pasajero de un entusiasmo virgen, parecemos renovados, mas al cabo el medio ambiente recobra su imperio. La humanidad no se compone de héroes y genios, y así, aún los más puros se hunden, al fin, en la inmundicia de todas las pequeñas pasiones. La hora en que quiebran las creencias es también la hora en que se conoce a todos los defraudadores.

¿Estaremos en un círculo hierro? Más allá de todas las hecatombes la vida brota de nuevo. Si las cosas no se modifican conforme a nuestras tesis particulares, si no suceden tal como pretendemos que sucedan, ello no abandona la negación de la realidad de las realidades. Fuera de nuestras pretensiones de creyentes, la modificación persiste, el cambio continuo se cumple, todo evoluciona: medio, hombres y cosas. ¿Cómo? ¿En qué dirección? ¡Ah! Eso es lo que precisamente queda a merced de la inconsciencia de las multitudes; eso es lo que, en último término, decide un elemento extraño a la labor del entendimiento y de las ciencias: la fuerza.

Después de todas las propagandas, de todas las lecciones, de todos los progresos, la humanidad no tiene, no quiere tener más credo que la violencia. ¿Acierta? ¿Se equivoca?

Y es fuerza que aceptemos las cosas como son y que, aceptándolas, no flaquee nuestro espíritu. En un momento crítico en que todo se desmorona en nosotros y alrededor de nosotros; cuando nos penetramos de que no somos ni mejores ni peores que los demás; cuando nos convencemos de que el porvenir no se encierra en ninguna de las fórmulas que aún nos son caras, de que la especie no se conformará jamás a los moldes de una comunidad determinada, llámese A o llámese B; cuando nos cercioramos, en fin, de que no hemos hecho más que forjar nuevas cadenas, doradas con nombres queridos, en ese momento decisivo es menester que rompamos todos los cachivaches de la creencia, que cortemos todos los ataderos y resurjamos a la independencia personal más firmes que nunca.

Si se agita una individualidad vigorosa dentro de nosotros, no moriremos moralmente a manos del vacío intelectual. Hay siempre para el hombre una afirmación categórica, el «devenir», el más allá que se refleja sin tregua y tras el cual es preciso correr, sin embargo. Corramos más de prisa cuando la bancarrota de las creencias es cosa hecha.

¿Qué importa la seguridad de que la meta se alejará eternamente de nosotros? Hombres que luchen, aun en esta convicción, son los que se necesitan; no aquellos que en todo hallan elementos de medro personal; no aquellos que hacen de los intereses de partido banderín de enganche para la satisfacción de sus ambiciones; no aquellos que, puestos a monopolizar en provecho propio, monopolizarían hasta los sentimientos y las ideas.

También entre los hombres de aspiraciones más sanas se hace plaza el egoísmo, la vanidad, la petulancia necia y la ambición baja. También en los partidos de ideas más generosas hay levadura de la esclavitud y de la explotación. Aun en el círculo de los más nobles ideales, pululan el charlatanismo y el endiosamiento; el fanatismo, pronto a la intransigencia con el amigo, mas pronto a la cobardía con el adversario; la fatuidad que se empina pavoneándose escudada en la ignorancia general. En todas partes, la mala hierba brota y crece. No vivamos de espejismos.

¿Dejaremos que nos aplaste la pesadumbre de todo lo atávico que resurge, con nombres sonoros, en nosotros y alrededor de nosotros?

Erguirse firme, más firme que nunca, poniendo la mira más allá de una concepción cualquiera, revelará al verdadero luchador, al revolucionario de ayer, de hoy y de mañana. Sin arrestos de héroe, es menester pasar impávido a través de las llamas que consumen la mole de los tiempos, arriesgarse entre los maderos que crujen, los techos que se hunden, los muros que se desploman. Y cuando no quede más que cenizas, cascote, informes escombros que habrán aplastado la mala hierba, no restará para los que vengan después más que una obra sencilla: desembarazar el suelo de obstáculos sin vida.

Si la caída de la fe ha permitido que en el campo fértil del humano crezca la creencia, y la creencia, a su vez, vacila y se inclina marchita hacia la tierra, cantemos la bancarrota de la creencia, porque ella es un nuevo paso en el camino de la libertad individual.

Si hay ideas, por avanzadas que sean, que nos han atado el cepo del doctrinarismo, hagámoslas añicos. Una idealidad suprema para la mente, una grata satisfacción para el espíritu desdeñoso de las pequeñeces humanas, una fuerza poderosa para la actividad creadora, puesto el pensamiento en el porvenir y el corazón en el bienestar común, quedará siempre en pie, aun después de la bancarrota de todas las creencias.

En estos momentos, aunque se espanten los mentecatos, aunque se solivianten todos los encasillados, bulle en muchos cerebros algo incomprensible para el mundo que muere: más allá de la ANARQUÍA hay también un sol que nace, que en la sucesión del tiempo no hay ocaso sin orto.

Ricardo Mella


EL ANARQUISMO NACIENTE

Nunca segundas partes fueron buenas. Pero amigos queridos que, juzgando buena la primera, decidieron editarla en folleto, me piden que amplíe la materia un unas cuantas cuartillas más, y no puedo ni quiero negarme.

Escribí «La bancarrota de las creencias» en un momento de dolorosas impresiones por el derrumbamiento de algo que vive en la ilusión, más no en la realidad, que juega a veces con las ideas y con los afectos para darnos el tormento de nuestra propia impotencia y de nuestros errores reconocidos.

No cede la verdad sus fueros a los convencionalismos ideológicos, y los que nos preciamos de rendirla culto, ni aun por sentimiento de solidaridad, mucho menos por espíritu de partido, habíamos de sacrificar la más pequeña parcela de aquello que entendemos está sobre todas las doctrinas.

Quién quiera que haya seguido atento el desenvolvimiento gradual de las ideas revolucionarias, del anarquismo principalmente, habrá visto que en el curso del tiempo llegaron a cristalizar en los cerebros ciertos principios a modo de condiciones infalibles de la verdad absoluta. Habrá visto cómo se han ido elaborando pequeños dogmas y cómo por el influjo de un misticismo extraño se llegó, en fin, a la afirmación de credos cerrados, pretendiendo nada menos que la posesión de toda la verdad, la verdad de hoy y de mañana, la verdad de siempre. Y habrá visto, cómo después de nuestros escarceos metafísicos, nos hemos ido quedando con las palabras, con los nombres, y vacíos por completo de ideas. Al culto a la verdad sucedió la idolatría por la nomenclatura sonora, la magia del efectismo, casi la fe en la fortuita combinación de las letras.

Es el proceso evolutivo de todas las creencias. El anarquismo, que nace como crítica, se trueca en afirmación que toca los linderos del dogma y de la secta. Surgen los creyentes, los fanáticos, los entusiastas del hombre. Y surgen también los teorizantes que hacen de la ANARQUÍA un credo individualista o socialista, colectivista o comunista, ateo, materialista, de esta o de otra escuela filosófica. Finalmente nacen en el seno del Anarquismo los particularismos por la vida, por el arte, por la belleza, por la superhombría o por la irreductible egoística independencia personal. Se parcela así la síntesis ideal y, poco a poco, hay tantas capillas como propagandistas, tantas doctrinas como escritores. El resultado es fatal: caemos en todas las vulgaridades del espíritu de partido, en todas las pasioncillas del personalismo, en todas las bajezas de la ambición y de la vanidad.

¿Cómo poner la llaga al descubierto sin tocar a las personas, sin convertir el asunto en piedra de escándalo, en materia de nuevas acusaciones e injurias?

Que el Anarquismo ha llegado a ser para muchos una creencia o una fe, ¿quién ha de negarlo? Pues porque ha llegado a serlo se han provocado apasionadas contiendas, divisiones injustificadas, exclusivismos dogmáticos, es por lo que, cumplida la evolución, la bancarrota de las creencias, realidad en los hechos, debe ser proclamada sin rebozo por cuantos amamos la verdad.

Cuando el Anarquismo ha ganado más terreno, debía surgir necesariamente la crisis. La iniquidad se manifiesta en todas partes. Libros, revistas, periódicos, reuniones reflejan los efectos del raro contraste producido por el choque de tantas opiniones que se han colado de rondón en el campo anarquista. En pugna abierta los particularismos doctrinales, caen uno a uno en la batalla de las creencias. Ninguna está firme, no puede estarlo, bajo pena de autonegación.

La ilusión de un Anarquismo cerrado, compacto, uniforme, puro y fijo como la fe inmaculada en lo absoluto, pudo vivir en los entusiasmos de momento, en las imaginaciones febriles, ansiosas de bondad y de justicia; pero exhaustas de verdad y de razón. Muere fatalmente cuando el entendimiento se aclara y el análisis desgaja las entrañas de la idealidad. Y llega el momento supremo de hacer añicos las propias creencias, de romper los cachivaches ideológicos adquiridos en tal o cual autor, en el amorío con ésta o la otra tesis social o filosófica. ¿Por qué ocultarlo? ¿Por qué continuar batallando a nombre de puerilidades pseudos-científicas y semiológicas? La verdad no se encierra en un punto de vista exclusivo; no se guarda en arcas de frágil tabla; no está ahí a la mano ni al alcance del primer osado que resuelva descubrirla. Como las ciencias, como todo lo humano está en formación, estará perpetuamente en formación. Estamos y estaremos siempre obligados a caminar tras ella por tanteos sucesivos, que no de otra suerte se forma el caudal de los conocimientos y se establece la certidumbre.

Es así como el Anarquismo será superado. Y cuando hablo del Anarquismo y digo que bulle en muchos cerebros algo incomprensible para el mundo que muere, y que se presiente más allá de la ANARQUÍA un sol, que nace porque en la sucesión del tiempo no hay ocaso sin orto, es del Anarquismo doctrinario, que forma escuela, que levanta capillas, que edifica altares. Sí; más allá de este momento necesario de la bancarrota de las creencias, está la amplia síntesis anarquista que recoge de todos los particularismos afirmados, de todas las tesis filosóficas, de todos los avances formidables de la común labor intelectual, las verdades establecidas bien comprobadas, por cuya demostración toda lucha es ya imposible. Esta síntesis amplísima, expresión acabada del Anarquismo que abre sus puertas a todo lo que llega del mañana y a todo lo que queda firme y fuerte del ayer y se reafirma en el embate de hoy que escudriña lo desconocido, esta síntesis es la negación terminante de toda creencia.

No es menester gritar: ¡abajo las creencias! Ellas perecen a sus propias manos. La creencia es un obstáculo al conocimiento, como la fe. Y en el rebullir inquieto de cuantos nos decimos anarquistas, las creencias fracasan. No lo ocultaremos. Que cada uno arroje de sí la vieja dogmática de sus opiniones, los amores de su predilección filosófica y, lanzando el espíritu por los anchos senderos de la investigación sin trabas, llegue hasta la concepción del Anarquismo consciente, viril, generoso, que no riñe sino con los convencionalismos y con los errores y tiene tolerancia para todas las ideas, pero que no acepta, ni aun a título provisorio, sino aquello que esté bien comprobado.

Este Anarquismo es el que se halla en formación callada, es el que se elabora lentamente en las creencias capaces de sentir la presión de los atavismos que surgen por doquier, es el que me hizo escribir «La bancarrota de las creencias»: un grito de protesta contra la realidad del rebaño anarquista, de aliento para la independencia personal, de expansión para el ideal que cada día vive más fuerte en mí y me anima a la pelea por un porvenir que no he de gozar, pero que será de justicia, de bienestar y de amor para los hombres de mañana. Este Anarquismo es el Anarquismo naciente, capaz de recoger con su seno todas las tendencias libertarias, de alentar todas las nobles rebeldías y de imprimir a los espíritus generosos el impulso de la libertad en todas las direcciones, sin cortapisas y sin prejuicios, con la sola condición de que el exclusivismo no levante murallas chinescas y de que el entendimiento se entregue por entero y sin reservas a la verdad que late vigorosa en las más diversas modalidades del ideal nuevo.

Ya no se dirá a nombre del Anarquismo: ¡no más allá! La justicia absoluta, revivida en el dogma que muere, no será sino la meta indeterminada que cambia según se desenvuelve la mentalidad humana. Y no caeremos de nuevo en el extraño y singular error de fijar un límite, por lejano que sea, al progreso de las ideas y de las formas de conveniencia social.

El Anarquismo naciente proclama el más allá inacabable después de haber derribado todos los valladares del secular absolutismo intelectual de los hombres.

¿No creen que fracasan actualmente todos los particularismos, todas las teorías; que se derrumban todas las fábricas de cascote levantadas torpemente para mayor gloria de dogmas nuevos? ¿No creen que la bancarrota de las creencias es el último anillo de la cadena humana que se quiebra y nos ofrece la amplitud total de la idealidad anarquista pura y sin mácula?

La fe les habrá cegado. Y harán bien en renunciar a la palabra libertad; que se puede ser rebaño aun dentro de las ideas más radicales.

Por nuestra parte nos limitamos a registrar un hecho: anarquistas de todas las tendencias caminan resueltamente hacia la afirmación de una gran síntesis social que abarque todas las diversas manifestaciones del ideal. El caminar es silencioso; pronto vendrá el ruidoso rompimiento si hay quien se empeñe en continuar amarrado al espíritu de camarilla y de secta.

Quien no se haya emancipado por el mismo quedará rezagado con el movimiento actual y será en vano que busque redentores. Morirá esclavo.

Ricardo Mella


La bancarrota de las creencias, por Ricardo Mella, «La Revista Blanca», número 107, Madrid, 1 de diciembre de 1902.

El Anarquismo naciente se publicó a continuación de La bancarrota de las creencias, en un folleto editado en Valencia, en 1903, por Ediciones El Corsario.

 

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