Una palabra más sobre la tolerancia mutua y la convivencia.
Si pasamos revista a la obra intelectual del socialismo de todos los matices desde hace mas de un siglo, nos hallamos frente, al mismo tiempo, de una abundancia de riquezas, y de una gran pobreza. La parte critica es perfecta, las proposiciones para el porvenir, los caminos y los medios son elaborados de mil modos, pero precisamente ese embarazo de riqueza culmina en la debilidad del resultado definitivo, de un fin y de medios sobre les cuales estén de acuerdo todos los socialistas. ¿Cómo podría ser de otro modo, si el único factor que vivifica las doctrinas, la experiencia, falta aún? Todos hemos visto pasos hacia adelante de la teoría importante al experimento productivo de experiencias, de resultados. Tomemos por ejemplo la aviación: durante muchos siglos se ha dibujado o construido en modelos, sin fuerza motriz, millares de tipos, sin conseguir nada. Cuando apareció el motor, que hacia posible el experimento, se obtuvieron pronto tan grandes resultados que fueron olvidadas la mayoría de las especulaciones anteriores. Es imposible concebir que la empresa gigantesca de hacer de los hombres, competidores hostiles hoy unes de otros, cooperadores y amigos—este es el fin del socialismo—será realizada repentinamente, de un golpe, por la aplicación, no digo de un sistema (que es absurdo de antemano) sino de un método general de proceder—exceptuado un solo método, que es el de la libertad, es decir, la anuencia de un método único o predominante.
El socialismo no depende de la sola voluntad de los hombres, aunque la voluntad, la energía, la constancia, la solidaridad contribuirán a él grandemente. Depende de la facultad técnica de reorganizar la producción y a distribución, el trabajo por consiguiente, los transportes y el consumo, que están regulados en todas partes de acuerdo al sistema presente (propiedad individual, concurrencia, salariado, estatismo), — de reorganizar todo eso para servir del mejer modo las necesidades de todos los hombres en lo sucesivo libres, iguales en derechos y aliados por la solidaridad.
Se trata aun de hacer esta transformación enorme de une manera practica, consecuente, que dé prontos resultados, que sea verdaderamente atractiva. El socialismo no será jamás universal ni se establecerá firmemente si no es atractivo. El sacrificio hace mella en el corazón de un pequeño numero de hombres, de una élite de altruistas, pero no gana las masas. Estas masas son ya tan míseras que sienten la impotencia para nuevos sacrificios. Se les presentó el socialismo como capaz de aportarles la dicha, y no es sino estos últimos años que los esfuerzos muy incapaces de realizar el socialismo, los de los comunistas bolchevistas ocultan una falta de éxito en la teoría forjada por las necesidades de su causa: que es preciso pasar primeramente por un periodo de privaciones, de sufrimientos, de vida precaria, para llegar después a un socialismo de abundancia. Hacen ese periodo de privaciones más agradable por la privación adicional de libertad, por su dictadura, o bien ahogan así el descontento de las masas objeto de ese experimento único, oficial, estatista,—experimento en el cual los sabios experimentadores tienen también el privilegio raro de aprisionar o reducir al silencio a todos los demás investigadores en ese dominio, los demás socialistas y anarquistas de Rusia. Este procedimiento funesto, lleva directamente al individualismo estrecho, puesto que los más fuertes y los más hábiles, que son los que pueden tener en jaque la solidaridad de todos, adquieren el predominio frente a la incompetencia estatista, etiquetaos comunista o burguesa.
Los demás socialistas aprenden en estos acontecimientos cómo no hay quo obrar, pero aquellos que son libertarios ven también que chocará la realización del socialismo siempre en las tendencias monopolistas, dictatoriales de los socialistas autoritarios. Porque, no lo olvidemos, no hay diferencia alguna entre socialdemócratas, parti-obreristas, comunistas reformistas y toda otra escuela autoritaria, pues todas impondrían, si pudiesen, un sistema tan rígidamente exclusivista, monopolista y dictatorial como les comunistas rusos. Además, se dan cuenta de que están prevenidos ahora y serán más ásperos en la conquista del poder a partir del instante de la victoria revolucionaria, acontecimiento provocado, sea por un feliz incidente son por una cooperación momentánea de todos los elementos anticapitalistas. En el memento del éxito general, pues, unos querrán un parlamento de mayoría socialista y un gobierno socialista, otros querrán el sovietismo, es decir, o bien un sovietismo independiente, descentralizado, o bien un sovietismo que no es más que la mascara de una centralización rigorosa, de la dictadura de los jefes comunistas como en Rusia; otros querrán la autonomía y la federación de los sindicatos con o sin organización intersindical; los anarquistas querrán la agrupación libre, pero tendrán aún otras dos tareas indispensables: la de impedir las preparaciones y realizaciones de la dictadura y la de inspirar a las masas y todos los ambientes accesibles con un espíritu libertario. Todas astas tendencias muy diversas (y paso por alto otras) tendrán el apoyo, sea de formaciones armadas, sea de todos los medios de la lucha sindical, huelga, boicot, la influencia decisiva que tienen los oficios indispensables (transporte, alimentación, iluminación, fuerza motriz, carbón, etc.); algunos harán uso del antiguo instrumente preparada para la represión, y el concurso de los reaccionarios de los funcionarios del viejo sistema, no les faltará—en una palabra, el derrumbamiento del viejo sistema parecería una cosa muy simple comparada con esa mezcolanza de la plétora socialista que es de prever en la hora de la victoria popular.
Hay, en efecto,—por la exclusión de la experiencia practica y por la producción sin cesar, durante un siglo, de teorías, de partidos, de creyentes y fanáticos de partidos, de jefes de partidos y de toda su secuela ávida de compartir el poder con estos jefes—una terrible superproducción en socialismo,—es decir, no en la creación de hombres y mujeres penetrados profundamente por el espíritu socialista libertario; de éstos no hay desgraciadamente bastantes, y no habrá demasiado nunca,—sino en la creación de hombres ambiciosos que saben que la hora del socialismo sonará bien pronto y que se creen destinados a convertirse en la clase reinante, en la nueva aristocracia y burocracia reinante, de un socialismo único, monopolista y dictador, que seguirá al sistema capitalista.
¿Qué podrán hacer los anarquistas y todos los demás socialistas que no tienen pretensiones dominadores, contra ese desenvolvimiento inevitable, fratricida que vemos con nuestros ojos en Rusia y no atenuado sino intensificado, cada vez más cruel, cuanto más arraiga el monopolio, y que sabe que le está permitido todo?
Es natural decir que se luchará hasta el extremo contra ese falso socialismo tiránico, nada más evidente. Pero no solo nos condena eso a la lucha continua, sin esperanza de realizar nosotros mismos nuestro ideal y de adquirir por los hechos esa experiencia de que tenemos tanta necesidad como los demás,—sino que el sistema dictatorial en boga desacredita y arruina el socialismo entero en la opinión publica, y hace retroceder la situación en lugar de hacerla adelantar. Por consiguiente se derrocharían esfuerzos en luchas estériles, se patinaría sobre el mismo lugar y el conjunto, la intensidad del espíritu socialista mundial retrocedería, porque un socialismo autoritario no es atractivo, bello y bueno; es repugnante, feo y malvado.
En estas circunstancias—yo, al menos, las veo así—he llegado desde hace mucho tiempo a la idea de la tolerancia mutua y de la coexistencia de los diversos sistemas sociales, todos en estado de experimentación libre. Esta idea no tiene nada que ver con el llamado “frente único” que las situaciones momentáneas y locales crearan o no, nadie puede preverlo, pero que no tendría sino un valor muy precario si el “frente único” contra el capitalismo quiere decir que después de la victoria estaremos de nuevo dispuestos a devorarnos recíprocamente, que después de la victoria, aquel de los autoritarios que llegue primero, pondrá el pié en el cuello de todos sus camaradas de “frente único” y que los libertarios perseguidos como hoy, no tendrán otro recurso que luchar a muerte con sus “hermanos” ante si!
Esta idea de la coexistencia o de la convivencia, como dice Malatesta, quiere decir que sobre una base socialista general, que ningún socialista podría segar: la inalienabilidad de la riqueza social para la explotación en beneficio de intereses privados, los socialistas de todos los matices tendrían acceso a esa riqueza social y servirían de ella para instalar trabajo, consumo y sus otros arreglos,—arreglos que serían regulados y observados por sus camaradas de ideas y que no afectarías a aquellos que prefiriesen pertenecer a otro grupo o vivir solitarios. Añado aun qui sí, por falta de experiencia u otras razones, no se llegase al acuerdo sobre el reparto de la riqueza social entre esos grupo grandes y pequeños, numerosos o poco numerosos (¿quién, puede prever esto?), se neutralizarían provisoriamente o por largo tiempo las funciones en controversia. Esos grupos serian territoriales o se entrecruzarían y nada impediría su cooperación ocasional o regular, sus buenas relaciones mutuas, su paso de un sistema a otro según su deseo, en una palabra, su libre vida social.
Un tal convivencia quitaría a los anarquistas la gran preocupación sobre lo que habría que hacer con hombres que brandados espiritualmente por la larga sumisión a la autoridad e incapaces de comprender nuestra necesidad profunda de libertad; estos hombres, libertados del salario, serán bravos socialdemócratas o comunistas dóciles y se extinguirán como tales; sus hijos podrán quizás sentirse más deseosos de libertad. Una tal coexistencia libre permitiría también a los socialdemócratas y a los comunistas dormir en pez sin ser visitados por los sueños del anarquista que, si estuviera forzado a pertenecer a una, sociedad dominada y monopolizada por ellos, se levantara siempre ante ellos como rebelde para combatirlos, como critico y satírico que se burlará de ellos y los despreciará. Seria una liberación intelectual, moral y física para todos el no tener que perder más tiempo en una lucha mutua sin tregua ni reposo.
Creo, en suma, que en vista del hecho notorio que una parte de los enemigos del sistema capitalista es autoritaria y otra libertaria, hay que reconocer este hecho material, que no es ciertamente un fenómeno accidental o pasajero, y buscar la salida más conveniente que me parece la convivencia. Postergar la revolución hasta la persuasión o la extinción del ultimo autoritario o anarquista—sería la eternizacíon del capitalismo. Desgarrar se y matarse mutuamente al día siguiente de la revolución, como se hace hoy en todos los periódicos y materialmente en la Rusia de los dictadores bolchevistas,—es una guerra fratricida que ocasiona la alegría de los capitalistas. Romperse la cabeza en encontrar un compromiso entre autoridad y libertad, equivale a buscar un cuadrado redondo y un circule cuadrado. ¡Queremos algo mejor que eso! No queda, pues, más que un medio convivendi, que puede ser tal como me lo figuro o que sería mucho más razonable si dedicáramos un poco más de interés a encontrarlo.
Esta no es una cuestión inútil, pienso yo. Si este problema no existía o tenía aún dimensiones de tamaño descuidable para el movimiento social de hace sesenta anos o mas, eso no prueba que no exista hoy. En el congreso de la Internacional, en Basilea, 1869, por ultima vez, los socialistas de diversos matices se reunieron amistosamente—estatistas marxistas, anarquistas colectivistas, proudhonianos, cooperativistas, reformistas, pero la escisión se diseñaba ya, como alboreaba también en el seno de la Comuna entre mayoría y minoría. Desde entonces, 1871, el fuego que carcomía la unidad socialista estalló en 1872 en grandes llamas y desde esa época no ha pasado un año sin que haya dejado de intensificarse esa escisión y lo que sucede en Rusia desde fines de 1917 escribe esa historia con la sangre de la victimas socialistas y anarquistas, martirizadas por los comunistas. ¡Con tales verdugos no es posible hablar de convivencia! esto es claro: pero si no hay que desesperar del socialismo, esos hechos deberían hacer reflexionar a los socialistas de buena fe que existen aun en todas partes y buscar una solución.
Últimamente un viejo camarada y amiga ha discutido esta idea en un periódico francés y piensa que ya tengo una fe demasiado grande en la iniciativa de las masas, que esos masas carecen todavía de educación cívica y no sabrían realizar mi sueño. Yo no creía ser demasiado optimista respecto de las masas, más bien al contrario, y nadie puede deplorar más que yo la iniciativa de esas masas se manifieste aun demasiado poco. Pero en esto no se trata de una iniciativa siquiera, no se trata más que de tolerancia, virtud bastante negativa o pasiva, pero que tiene una gran utilidad siempre que no sea sumisión al mal o convivencia con él.
Me parece que, desgraciadamente, las masas están demasiado habituadas a vivir a tolerar a su lado otro sistema, o más bien los efectos del sistema actual que las empobrece y enriquece a sus explotadores. Toleran ese horroroso sistema por su servidumbre voluntaria. Esto es deplorable, pero en todo caso eso no las hizo intolerantes: ven a través de todas las edades a su lado la riqueza de los demás, instalada con insolencia—por tanto si, satisfechas y felices, vieran más tarde entre ellas o al lado de ellas hombres y mujeres que practicaran otro sistema social que el suyo, no se asustarían. Al contrario, la coexistencia de diversos sistemas de vida socialista, permitiría a cada uno elegir el que correspondiera al ritmo de su energía, como escogerá su iglesia, su capilla o su grupo de libres pensadores o se contentará con la vida alegre y gloriosa, natural, sin etiquetas. No serán nunca las masas las que se opondrán con su propia iniciativa a la convivencia,—no serían sino las masas adoctrinadas, fanatizadas, amotinadas: esto es otra cosa.
Eso seria culpa, crimen de sus jefes, y ¿quiénes serían sus jefes? No son los hombres de una verdadera competencia, los investigadores, los sabios; estos no se detienen para proclamarse jefes en una verdad momentánea que han reconocido. Si hicieran eso renunciarían a su vida intelectual y estabilizarían su empantanamiento. No, continuaran trabajando, estudiando, investigando. Los jefes son los monómanos fanáticos que se figuran haber hallado un dogma fijo y tener por misión imponerlo a los demás, por la persuasión, por la autoridad, por el fuego y la sangre según su más intimo deseo. Y al lado de estos jefes intelectuales, que pueden tal vez ser de buena fe, existe el gran numero de los jefes políticos, que quieren triunfar gracias a la idea hallada por otros y gracias a las masas de sectarios que saben reclutar.
Desgraciadamente, cuanto más se acerca el socialismo, tanto más se convierte en el objeto de las ambiciones de esa clase de jefes el poder enorme, le dominación de toda la vida económica, que ejercería un gobierno socialista que se figurase heredar toda la riqueza capitalista. Son realmente esos hombres los que envenenan las luchas sociales, saben que todos no pueden se ministros, se crean sus partidos e impiden que tenga fin jamás una querella, una simple diferencia de opinión entre socialistas—al contrario, todo es exagerado, falseado, intensificado. ¡Son esos hombres los que no quieren la convivencia, que ambicionan su monopolio personal, su dictadura!
Es en efecto un problema bastante grave y bien triste el que esos jefes originen un problema social aparte. Sus origines son a menudo buenos, son hombres que fueron activos y abnegados al principio. Pero salieron pronto de la filas de sus camaradas, gracias al mecanismo obrero político o sindical cada vez más perfeccionado que parece exigir profesionales—y helos ahí. Forman una categoría, un oficio propio que origina la continuación, la extensión, el avance siempre, como todos los oficios. Y estos hombres se cuentan por millares en todos los países y cada cual tiene el mayor cuidado de no ser considerado inútil, de tener hombrees que crean en ellos y que estén a sus ordenes. Todo ese mundo teme al socialismo que viene y se prepara para absorberlo.
La educación cívica de esos hombres seria mucho más urgente que la de las masas que han sufrido el mal y que sabrán ver realizarse el bien con diversas variantes entre ellas y alrededor de ellas sin conmoverse. Respecto de los jefes, si habrá o no convivencia para ellos, eso dependerá de se discreción; si ven que su estos ha pasado volvería a la vida social—sino, tanto peor para ellos. No creo sus estas consideraciones deban impedir a los socialistas de los matices anti-monopolistas el ensayo para encontrar un media de impedir a los autoritarios arruinar el avenimiento del socialismo libertador, la esperanza del mundo.
Es quizás demasiado esperar que todos los matices socialistas busquen sinceramente une convivencia semejante: la idea es para ellos demasiado inusitada y cada cual creería desfallecer si admitiera la existencia de otra especie de socialismo al lado sayo. Para comenzar, bastaría que dos, tres, cuatro agrupaciones socialistas, sindicalistas, anarquistas, cooperativistas hiciesen entre sí un pacto semejante de coexistencia futura; se vería entonces el que continuaría excluyéndose de esa solidaridad—ese sería el dictador futuro, el enemigo común, que, desenmascarado así, sería sin duda combatido mejor que ahora que se simula todavía como camarada socialista.
En fin, la intensidad y la violencia de los odios nos adelanta tan poco, como se va en todas partes en el mundo alrededor de nosotros, que de una manera o de otra se deberá encontrar un medio para salir de este atolladero.
Max Nettlau
3 de enero de 1924.